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SABBATH



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Las aguas de arriba


Sábado 07 de Julio de 2018 9:37 am


1.- CAMINAR por un sendero del monte exige concentración cuando no se le conoce bien, si no se le ha recorrido dos o tres veces.

Para llegar a los puestos altos, donde merodean los venados grandes y por las noches hace un frío matón y un viento que te convierte en miserable, utilizamos el camino de siempre, por el fondo de la barranca, trepando veredas de las laderas, escalando donde no había más y desafiando la fuerza de gravedad asiéndose de ramas, raíces y rocas, según se tengan a la mano, para evitar rodar cuesta abajo.

El camino es agradable, sobre todo en la porción más empinada, porque la dificultad de trepar lo vuelve atractivo y la caminata pasa de las rutinas aburridas de los llanos, al esfuerzo que la montaña les reclama a sus visitantes.

Nos damos dos o tres reposos junto al agua. De una de las paredes rocosas, brota un líquido puro, transparente, fresco como vida naciendo. De la roca caliza, en siglos se han formado estalactitas pequeñas. Los minerales se acumulan hasta formar esas puntas que cuelgan en los recovecos. Ahí rellenamos las botellas de agua. ¿Más pura? Imposible.

2.- Un poco más arriba de este nacimiento de agua rocoso, otro brota en terreno menos abrupto. Es un buen puesto cuando los ciervos rondan el sitio. He tenido la gana de quedarme ahí en otros recechos, pero como ahí no encontramos un solo rastro de los ungulados, he debido continuar hacia terreno más alto. 

Así me he librado de los cuchillos del frío nocturno que en ese lugar la humedad afila, el viento que viene del océano los lanza al cazador y en la madrugada le revienta la cara y el alma, si no se dispone de buen abrigo.

No es el frío lo que me hace dudar sobre quedarme o no en ese ojo de agua, sino el ruido del líquido que se resbala entre las rocas y suena toda la longa noche. Si en otras condiciones el rumor del agua sería bien recibido por su labor sedante y relajante del ánimo, aquí se trata de precisamente lo contrario: no dormir. 

Por lo demás y en tratándose de cazar de noche al rececho, cuando el oído es arma primigenia e indispensable, porque la vista pasa a segundo término en el orden del día (orden de la noche, mejor dicho), el idioma del agua puede distraer y cubrir el ruido de los ciervos al aproximarse a beber. Y así, jamás habrá disparo.

3.- Ya me ha sucedido. Colocado de espaldas a un repecho de roca, en la barranca, a buen cubierto de la vista de los animales y de las gélidas bofetadas del viento de madrugada, más frío que el desprecio de la mujer que amas, escuché desde el mediodía que me coloqué ahí, el transcurso de una corriente de agua que se resbala sobre rocas grandes, lisas, impasibles como fósiles de la prehistoria, desde los amiales de arriba hasta los estanques de abajo.

La corriente creció y con ella la voz del agua. Todavía no me explico la razón. Era tal el volumen que no escuchaba nada más. Y encima, la noche bailó con el viento el vals de la hojarasca y el follaje. Si de ese idioma traducimos al español, resulta que si un venado llegó a beber, ni lo escuché. A la mañana siguiente habría de ver el rastro de al menos tres, uno adulto y dos recentales. Noche perdida. Así es la caza, más o menos como el destino del pato: Hay veces que nada el pato y hay veces que ni agua bebe, sentencia el refrán.

4.- Sobre ese mismo camino y más arriba del agua donde las piaras de jabalíes se refocilan dándole a la vida las gracias por ser tan felices en el monte, a pesar de las güinas, las garrapatas, los pumas, los jaguares y los cazadores, se desvía una vereda que sólo los ojos expertos de mi amigo conocen. Allá voy guiado por él. Me dice que deberé apostarme un poco más arriba. Vamos subiendo terreno tan empinado de tierra deleznable y pedregosa como el camino al infierno que supongo que más arriba sólo está el cielo y que de pronto en lugar de naturaleza veremos ángeles y querubines, y con un poco de suerte a los santos marchando como en la canción de Louis Armstrong (When the saints go marching in) que no sé por qué remota y oscura broma de la memoria me resuena ahora mismo, mientras asciendo con las piernas a punto de colapso.

Cuando mi amigo me dice aquí vamos a habilitar el puesto de rececho, me digo que su broma es más inoportuna que la que me jugaba hace instantes la memoria. Y sucede que la propuesta es real y que entre mi humanidad y la barranca mediará sólo un tronco a mi espalda. ¿Qué hago, me ato?

Y así voy a quedar desde la una y media de la tarde hasta el amanecer. Se necesita grande pasión por la caza para soportar tantas horas en un espacio de un metro por dos a la orilla del voladero.

A eso de las 5 de la madrugada, cuando he bebido todo el café, agotado la canela y acabado una botella de agua, debo tomar una decisión. O continúo disciplinado al achecho o me tiendo de plano en el suelo a dormitar. Lo pienso. Me digo que será bueno terminar la jornada, que no vine tan lejos y con tanto esfuerzo para rendirme casi al final. 

La vida premia a veces. Diez minutos después de resolver aquel dilema de desvelado, comienzo a escuchar los pasos de un ciervo a mi derecha. El disparo es también incómodo. Mis amigos escuchan el trueno y un poco después me hablan por la radio y les respondo que sí, que igual que ellos, yo también tuve éxito esta vez.