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Filosofía marismeña



RAMÓN LARRAÑAGA TORRÓNTEGUI

Aprender a vivir


Martes 10 de Julio de 2018 8:27 am


LA vida me ha mostrado verdades de las cuales he tenido que ir aprendiendo, con el propósito de lograr la total plenitud. Siempre he pensado que no es importante lo que suceda y cuán malo puede ser el día de hoy, porque la vida continúa y el mañana siempre mejora; que la actitud que tomemos ante diversas situaciones habla de nosotros; que sin importar la relación que tenga con mis padres y amigos, los extrañaré cuando ya no estén en vida o cuando decidan cambiar su rumbo lejos de mí, y lo más importante, que el amor es lo único que te salva de todo.

Los seres humanos cometemos errores, pero ante todo, siempre surge una segunda oportunidad de hacer las cosas de la mejor manera, debemos aprender a tirar algunas cosas, a dejarlas ir. Aprendí que cuando decido algo con el corazón abierto, casi siempre tomo la decisión correcta, sin importar el resultado final, incluso cuando siento molestias. No soy de nadie, no tengo pertenencia a pesar del amor que entrego a los demás. Aprendí que siempre debo acercarme y tocar a alguien; la gente ama un cálido abrazo, un consejo sincero o simplemente una palmada amistosa en la espalda.

La vida te acerca hacia personas por las cuales crees que estás dispuesto a cambiar tu destino. Sea cual sea la enseñanza que te dejen, no debes dejar de lado tus sueños e ilusiones; quédate con los mejores momentos, aprende a valorar lo que conociste y fuiste feliz en esos instantes. Aprende que es importante vivir sin tirar por la borda todo lo demás. De algo hay que vivir, pero no es lo mismo algo que alguien por quién vivir. Comprendí, aunque tardé en hacerlo, que las personas olvidarán lo que sea, pero nunca cómo las hiciste sentir. Que aunque no vea las estrellas de día, no quiere decir que no existan, y aunque no vea a Dios en días de ignorancia y tormento, no digo que no existe.

No debemos perder la calma, todos somos hermanos, hijos o padres, por eso tenemos que amarnos, comprendernos, respetarnos y ayudarnos. El único recurso que tenemos para la educación es desarrollar la inteligencia de nuestros niños. Ahora bien, ¿a qué me refiero cuando hablo de inteligencia? Nos han metido en un callejón sin salida, incluida la familia. Hemos dicho –y todavía se sigue señalando en las universidades– que la función principal de la inteligencia es conocer y que su culminación es ciencia, error filosófico.

Con ello, lo que queremos es que nuestros niños sean unos científicos, excluyendo de la inteligencia todo el campo de los sentimientos. Los sentimientos son una cosa que nos zarandea y perturba. Creo firmemente que los sentimientos se pueden educar. Es evidente que las culturas se diferencian por el tipo de sentimientos que promueven: hay culturas pacíficas y culturas belicosas, de la cooperación y de la convivencia, de las relaciones humanas y de la individualidad feroz.

La que estemos promoviendo es la que viviremos en la calle. Es muy difícil avanzar cuando hemos estado cargando las tintas en la autosuficiencia personal, creyendo ser autosuficientes, que no necesitamos de nadie. Así, la inteligencia no sólo no debe temer a los sentimientos, sino que, además, ha de estar a su servicio.

La razón es muy sencilla. Todo lo que hacemos tiene que ver con los sentimientos, es lo que mantiene un estado de ánimo o deseamos cambiarlo (si es malo). Eso es lo que pretendemos cuando estudiamos, nos casamos o tenemos un hijo. Es lo que está configurando, determinando, impulsando y modulando nuestra manera de vivir.

No se actúa por razonamiento, sino por deseo; lo que después hace el razonamiento es intentar justificar el deseo, controlarlo o conseguirlo. De esta manera, la inteligencia está al servicio de los sentimientos. Me cultivé en saludar al vecino con un saludo lleno de gozo, pude enmendar corazones rotos mediante un consejo sano, conquistar un amigo que se decía mi enemigo, quité de mi mente el destilar veneno que a nada conduce.

El amor siempre ayuda a superar obstáculos. Hay que vivir alegres, no perdamos tiempo aparentando lo que no somos, deseando con negatividad y celos lo que los demás poseen; salgamos adelante y demostremos que también podemos lograr grandes cosas, excelentes cambios. Cosechamos lo que sembramos. Si siembras tristeza, chismes y ambición, su cosecha será infierno; si siembras optimismo, comprensión y paz, recogerás alegría, amor y felicidad. Las palabras son la semilla del huerto. Si sembramos confianza en los que nos rodean, albergaremos por siempre en la ternura infinita del amor. Quien da la vida por su amigo o enemigo, ama y sirve, es árbol de mil cosechas de gozo y paz y amor.