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SERGIO BRICEÑO GONZÁLEZ
Victoria no prevista, derrota imaginada
Martes 10 de Julio de 2018 8:34 am
SÍ habrá un
redimensionamiento de las prácticas políticas a nivel nacional. Sí tendremos un
gobierno con un poder incluso parecido al que tuvo el priismo en la época de
los coroneles. Y sí viviremos los próximos 6 años en un ambiente donde es de
suponerse que el pueblo tendrá la última palabra. Por eso nos extraña, dice un
amigo, que sigan considerando que la administración entrante de Andrés Manuel
López Obrador no cumplirá con sus promesas de campaña. Para empezar, me
dice mi amigo, López Obrador no es mago. Desde el principio dejó claro que la
transformación llevaría tiempo. Y tiempo es lo que estamos necesitando para
navegar por las aguas procelosas (esto ya lo digo yo) de un México habituado a
la corrupción, como si de ella dependiera el avance definitivo del pueblo
mexicano. Fue oportuno que en su momento, Andrés Manuel desmintiera esa especie
según la cual el connacional se inclina de manera instintiva al cochupo o al
negocio bajo el agua. En ese sentido,
dice mi amigo, lo que importa no es que trabajemos juntos, o que nos invada de
pronto una ola de nueva energía capaz de sacar del hoyo a esta Nación que desde
hace más de 30 años se debate entre los peores y los más peores. Luego le
respondo a mi amigo, que antes era panista, que su viraje es afortunado, porque
al menos se dará cuenta, como me pasó a mí, que la alternativa de gobierno era
la que no habíamos elegido. Yo le dije,
además, que el triunfo de López Obrador, nadie, ni la progenitora de Aurelio
Nuño, que en un restaurante anduvo despotricando contra quienes desconfiaban de
la victoria de José Antonio Meade, lo previeron. De hecho, en el PRI dijeron
algo parecido a esto: “Nunca nos imaginamos el nivel de rechazo que nos tenía
(y nos tiene, agrego yo) el electorado”. Pero al igual que ocurrió en la
Francia de mediados del Siglo XIX, con la caída de Felipe I, llamado “Phillipe,
le citoyen”, aquí en México observamos una votación cercana a la de aquel país:
de los 7.5 millones de habitantes franceses, 5 millones votaron por Napoleón
III, quien en pocos meses no sólo reformó la Constitución, creando lo que hoy
conocemos como la Cámara de Diputados y un organismo adicional muy parecido a
la Secretaría de Gobernación, pero integrado por un Consejo o Gabinete. Con las
proporciones guardadas, el pueblo francés votó en esa fecha de los años 30 y 40
de 1800, por alguien que los salvara de la podredumbre, del fracaso absoluto,
de la desigualdad extrema. Y también, como ahora, la herencia napoleónica
funcionó, porque fue más el amor a su país que a sus cuates, lo que logró
llevar a Francia a uno de sus apogeos más celebrados en toda su historia. Lo
que vino después, ya cada quien lo puede interpretar como quiera, pero lo
cierto es que se trata de votaciones masivas, de un pueblo que se vuelca en las
urnas porque ya no soporta un minuto más de desprecio y humillación por parte
de esos “ricos” a los que Napoleón III prometió combatir. Al final, lo que
sucedió fue una normalización de la igualdad. Y eso es lo que en el fondo está
intentando este nuevo gobierno que empezará el 1 de diciembre. Ya hay quienes
se suman desde el ángulo espiritual, me dice mi amigo, pero también quienes han
determinado que no era tan mala esta propuesta, esta oferta electoral que
funcionó como ninguna en su circunstancia histórica.
Ahora lo que
resta es un compromiso básico: el de cumplirle al pueblo, y a diferencia de
Nicolás Maquiavelo, quien sostenía que quien finca sobre el pueblo, finca sobre
arena, demostrar que el pueblo es una fuerza y que se le puede llamar de muchos
modos. Porque también en el fondo, López Obrador debe entender los numerosos
Méxicos existentes en este momento en nuestro territorio. Uno de ellos es el de
provincia, una provincia donde se tardarán más, dice mi amigo, en llegar a ese
territorio al cual han llegado ya desde hace varios años quienes viven en las
capitales de esta Nación. Y ese territorio se llama izquierda, una izquierda a
la que habrá también que sacudir y desempolvar paulatinamente.