El ausente
DENISE DRESSER
Lunes 16 de Julio de 2018 8:08 am
ENRIQUE Peña Nieto arrogante, Enrique
Peña Nieto ausente, Enrique Peña Nieto atlacomulquense; las tres a’s que
definen su sexenio y cuán fallido fue. Un Presidente castigado en las urnas,
despreciado por la opinión pública, criticado por la prensa internacional. Tan
lejos de aquel hombre que iba a salvar a México y tan cerca de todo aquello que
lo empeoró. La corrupción desatada, la violencia desbocada, la impunidad
arraigada. En lugar de mover al país, reforzó las prácticas que lo condenan al
subdesempeño permanente. En vez de dar un paso a la modernidad, resucitó los
usos y costumbres de la rapacidad. El nuevo PRI, que nunca lo fue, regresó para
robar, y vorazmente. Porque el residente de Los Pinos dijo que era posible
hacerlo, sin controles y sin sanción. Un estilo personal de ejercer, de
gobernar, marcado desde el inicio por aquello que los griegos llamaban
“hubris”. Orgullo, vanidad, presunción. Revelado desde el inicio del sexenio
por el Telepresidente, la cúpula empresarial, las televisoras y los cuates que
compraron e impulsaron la narrativa del reformismo modernizador. Las 11
reformas estructurales necesarias, el Pacto por México aplaudido, el consenso
político forjado. La sacudida que el peñanietismo prometía darle a un país paralizado.
El sentido de superioridad que acompañó al mexiquense y a su equipo. Ellos,
inteligentes; ellos, estratégicos; ellos, visionarios, se repetía una y otra
vez. Desde el pináculo del poder llegaron para concentrarlo y usarlo a sus
anchas. Pero la soberbia que los propulsó también fue su perdición. Altanería demostrada por Angélica
Rivera ante el escándalo de la “Casa Blanca”; altivez evidenciada por Luis
Videgaray, ante el escándalo de la casa en Malinalco; engreimiento exhibido por
el Presidente ante las críticas, las cuales desdeñó, en vez de entender su
origen. Así como minimizó los eventos de Ayotzinapa, trivializó el socavón,
subestimó los reclamos sobre Odebrecht, ignoró el enojo suscitado por el
espionaje gubernamental, la “Estafa Maestra” y la corrupción de 14
gobernadores. Ante cada uno de esos casos, no vimos a un Presidente presente,
sino a un Presidente ausente. Lejano, desentendido, justificando en vez de
explicar, culpando a los detractores de su gobierno, en lugar de cambiar
aquello que los motivó a serlo. Rodeado de aduladores que lo protegían, Peña
Nieto pasó el sexenio mirándose en el espejo. Vio ahí lo que quería ver y no al
país que lo rodeaba y le reclamaba. México desigual, México violento, México
inseguro, México enojado. Pero ni él ni la cofradía mexiquense
que lo acompañó fueron capaces de revitalizar el ejercicio del poder priista.
No supieron o no quisieron adecuarlo al contexto que la modernización prometida
exigía. Más bien importaron sus vicios más acendrados desde Atlacomulco. Como
escribe Alfonso Zárate en el libro Un gobierno fallido, trajeron consigo la
pulcritud epidérmica debajo de la cual había escrúpulos flexibles y una alta
dosis de voracidad en el manejo de los recursos públicos. Ante la incertidumbre
de conservar el poder transexenal, optaron por ejercerlo rapazmente.
Prometieron rehabilitar al priismo, cuando en realidad sólo acentuaron sus
vicios. La justicia partidizada, los ministros a modo, los fiscales carnales,
la PGR puesta al servicio de los caprichos políticos del Presidente, las
instituciones corrompidas por la cuatitud. Un sexenio donde el reformismo acabó
saboteado por el clientelismo; donde la transformación terminó minada por la
corrupción.
Y los resultados están ahí. Un
Presidente desacreditado y un partido diezmado. Peña Nieto calificado como uno
de los peores presidentes de la era moderna y el PRI rechazado como una de
fuerza política execrable. El salvador de México que fue cavando su propia
tumba, acto arrogante tras acto arrogante, ausencia tras ausencia. El Astroboy
de Atlacomulco vislumbrando un futuro sin prestigio o pensión, cargando consigo
injurios que lo perseguirán por doquier. Quien buscó adueñarse de todos los
espacios de poder, ahora no aparece en ninguno de ellos. Como si ya no gobernara,
como si no quedaran meses antes de pasar la estafeta a su sucesor. Hoy, AMLO es
el Presidente de facto; el que toma decisiones, anuncia cambios, propone
recortes, nombra funcionarios. Actúa como si ya estuviera sentado en la silla
del Águila, porque quien debería estar ahí hasta diciembre, desapareció.