De populismos
ROLANDO CORDERA CAMPOS
Domingo 22 de Julio de 2018 8:29 am
LA práctica populista de referirse al
pueblo como primera y última instancia, rasero del discurso y la propuesta, ha
recorrido el mundo de la política por muchos años. Y con diferentes tonalidades
y modalidades. Lo que sorprende es que hayamos
llegado a descubrirla tan tardíamente, despertando todas las sospechas sobre su
uso oportunista e ilegítimo. De entrada, es importante distinguir y no tasar
todas las interpelaciones con el mismo adjetivo. La diferencia entre apelar al
pueblo y justificar una política o programa en el beneficio general, pero
discriminado a favor de los de abajo, convertir en movilización y proclama los
sentimientos de encono y decepción, cultivados por los más afectados por el
cambio económico o social, es mayúscula, es por eso que muchos analistas y
críticos de dicha práctica sugieren distinguir entre ambos usos. De aquí que
suela hablarse de populismos de izquierda y de derecha, como a su modo lo hizo
el propio ex presidente Obama en una ocasión en una cumbre trilateral con
México y Canadá. No hay modos fáciles de seguirle el
pulso a estas distinciones, pero es preciso hacerlo ahora que un partido
calificado de populista ha llegado al Gobierno de la República por la vía
electoral, luego de una competencia abierta y más o menos transparente. No vale
decir que bajo la manga, los triunfadores traen cartas escondidas, porque si de
eso se tratara, habría que renunciar a la política. Los propósitos de rehabilitación del
Estado y el sector público enarbolados por el candidato Andrés Manuel López
Obrador, pueden ser compartidos por muchos, partidarios y no de su candidatura.
Lo que ya no resulta tan fácil de compartir es el eco que sus primeras
propuestas recogen y a la vez han desatado. Nos guste o no, por décadas se cultivó
en nuestro país y buena parte del mundo, la absurda conseja del presidente Donald
Reagan de que el gobierno no era la solución, sino el problema. Junto con el
otro dicho irracional de la señora Margaret Thatcher, de que no había tal cosa
como la sociedad, formó un poderoso dictado que legitimó las más absurdas y
destructivas políticas para desde el Estado, acabar con el Estado. Por lo
menos, con el Estado que recogía las grandes reformas de Roosevelt que en la
postguerra devinieron los sistemas de bienestar más promisorios de la historia. Se fomentó no sólo miedo al Estado,
que no siempre sobra, sino horror y animadversión sistemáticos, hasta volverse
política y cultura del cambio capitalista de fin de siglo y del globalismo que
quiso convertir dicho cambio en nueva historia del mundo. Los resultados están a la vista y
deberían formar parte del mirador cotidiano del nuevo grupo gobernante. Sólo
así podremos calibrar con justeza y sensatez propuestas como las de confundir
descentralización del gobierno con mudanza de oficinas y resignificación del
servicio público con doctrina franciscana.
Quienes celebran ambas propuestas son
eco de esos dichos miliares del neoliberalismo rupestre que nos trajo hasta el
borde del abismo. Lo que necesitamos es más Estado y no menos; más
descentralización, pero de capacidades, decisiones y recursos, y no de oficinas
federales, familias angustiadas y burócratas arrinconados.