El dilema de la centralización
RODRIGO MARTÍNEZ OROZCO
Jueves 16 de Agosto de 2018 8:12 am
UNA buena parte
de la historia política del México independiente se relaciona con un tema
fundamental que perdura hasta nuestros días: la relación entre el poder central
y los poderes locales. Algunas de las políticas anunciadas por AMLO apuntan
hacia una evidente centralización. La más polémica de todas es la de los
delegados del Gobierno Federal. En vez de haber representantes por cada
Secretaría, habrá un solo delegado del Gobierno Federal para vigilar el buen
funcionamiento de lo federal en el ámbito local. Para muchos, estos delegados
pueden convertirse en virreyes y utilizar los fondos federales como estrategia
de sujeción de los gobernadores y demás autoridades locales al gobierno
central. Se les olvida que los virreyes ya existían y muchos de ellos fueron
los causantes tanto del regreso del PRI a Los Pinos como de su debacle
histórica en las pasadas elecciones. La lógica administrativa de estos
delegados es ahorrar dinero reduciendo el número de burócratas y, además,
vigilar a los gobernadores para que no haya otro Javier Duarte. Entre otras
cosas, que más de 50 por ciento de los votantes se haya inclinado por AMLO,
puede implicar el reconocimiento de la gravedad de los problemas a enfrentar, y
digámoslo claro: los grandes problemas (acumulados uno sobre otro, además) no
se resuelven descentralizando. Entiendo la desconfianza (que en cierto sentido
comparto, pero con reservas) en la posible reconstitución de un régimen
autoritario, por lo tanto, es nuestra tarea ciudadana supervisar la buena
ejecución de las políticas centralizadoras. Históricamente,
dos han sido los regímenes centralizadores, y ambos surgieron después de que el
Estado como institución era prácticamente inexistente: el porfiriato y el
régimen priista del Siglo 20. Las condiciones en que el nuevo gobierno recibirá
el Estado no son tan graves, pero sí muy complicadas. Primero, como proceso
histórico a partir de los problemas económicos y financieros de la década de
1970, el Estado como ha comenzado un proceso de debilitamiento a nivel mundial.
Los liberales y neoliberales conciben al Estado como un agente nocivo en la
economía y, por lo tanto, debe ser tan pequeño como sea posible, mientras
garantice el libre ejercicio de las libertades políticas y económicas. Por otro lado, la
corrupción y la guerra contra el narcotráfico debilitaron aún más un Estado en
proceso de adelgazamiento. Con la guerra contra el narco, se perdió
definitivamente el monopolio de la violencia legítima que todo Estado moderno
debe ejercer. Con la corrupción generalizada, se desaprovechó el desarrollo
institucional de las últimas décadas: a pesar del fortalecimiento del
federalismo en detrimento de una Presidencia antes todopoderosa, los
gobernadores utilizaron su autonomía para enriquecerse. Además, los órganos
autónomos fueron cooptados por los nuevos partidos y los subordinaron a sus
intereses.
Pocos lo vieron
así, además de que era difícil de mostrar en campaña, pero buena parte de lo
que AMLO ofrece y la razón por la que voté por Morena, es una reconstrucción y
fortalecimiento del Estado. Quitémonos de una buena vez el tabú del
centralismo. El centralismo no es necesariamente autoritario ni siempre
indeseable. Jurídicamente, durante la gran mayoría de la vida independiente,
México ha sido una República federal, pero en la realidad el centralismo ha
sido la práctica preponderante. Perdamos también el miedo. Un régimen
autoritario no se construye por simple voluntad, y a pesar de la victoria
aplastante en las elecciones pasadas, las condiciones para el desarrollo de un
régimen autoritario son casi inexistentes: no hay un Ejército en crisis (sólo
en materia de Derechos Humanos), existen otras fuerzas políticas con una base
social sólida (como el PAN y sus conservadores) y, sobre todo, Estados Unidos
no vería con buenos ojos la constitución de un autoritarismo de izquierda en su
frontera sur. Quedémonos tranquilos pero vigilantes.