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La ciudad de las parotas



ALEJANDRO MORALES

La reunión de los sedientos


Sábado 18 de Agosto de 2018 8:25 am


EN la oscuridad de la cabaña de sudar, temazcal o inipi (en lengua lakota), un anciano canadiense al que nunca le vi la cara, explicó que en su país a la danza del sol se le conoció antes como la reunión de los sedientos. La versión sonó coherente ahí, al final del primer día de ceremonia, bajo el candente sol y ayuno de alimento e incluso de agua. 

Todos tenemos sed de algo, en uno u otro momento, pronunció. Y recordó lo que una vez se dijo y se ha extendido en todas las direcciones: bienaventurados los que tengan sed. También mencionó algo sobre ríos de agua viva. Y al agua de vida eterna le puso un nombre propio, por todos conocido. 

Otra persona, más joven pero de mayor rango (tenía la cubeta en la mano), dentro de la misma oscuridad dijo algo sobre permanecer enraizados y extender las ramas, a semejanza del árbol de la vida que, año con año, se planta en el centro del círculo donde se realiza la ceremonia, que dura 4 días.

Un inipi no es plano, sino redondo. Semeja nuestro mundo, pero sobre todo el vientre de la madre (tierra), y al principio y al final de cada día de ceremonia es el único espacio en el que la piel de los participantes (si no llueve) entra en contacto con el agua, convertida en vapor al calor de las piedras calentadas en el fuego que no se apaga durante los 4 días. 

Hace 141 años, el líder guerrero y espiritual lakota Tashunka Witko (Caballo Loco), 4 días antes de ser asesinado por un soldado blanco que le enterró una bayoneta por la espalda, fumó la pipa sagrada con el jefe lakota Tatanka lyotanka (Toro Sentado), y frente a él pronunció estas palabras: 

“Tras sufrir más allá del sufrimiento, la Nación Roja se levantará nuevamente y será una bendición para un mundo enfermo, un mundo lleno de promesas rotas, de egoísmo y separaciones. Un mundo sediento de luz. Veo un tiempo de siete generaciones en el que todos los colores de la humanidad se reunirán bajo el árbol sagrado de la vida, y toda la Tierra volverá a ser un círculo. En ese tiempo habrá entre los lakotas, personas que llevarán el conocimiento y la comprensión de la unidad de todos los seres vivos, y jóvenes blancos se acercarán a los de mi pueblo, preguntando por esta sabiduría”.

La primera vez que asistí a la ceremonia, en un lugar diferente a este, en un círculo todavía más caliente, en el tórrido desierto de Arizona, entre las primeras palabras que escuché de su dirigente, estuvieron las siguientes: “Aquellos que vienen por primera vez, no saben por qué están aquí. Pero lo sabrán”. En ese círculo, además de los nativoamericanos, sólo estuvimos japoneses y mexicanos.

En Dakota del Sur, más allá de las tierras planas de las Grandes Llanuras, la reunión congrega a personas de todos los colores, y son muchos los idiomas que se hablan.

“Háblenle al árbol”, dijo también aquella vez el dirigente. “Nómbrenlo como quieran, pero hablen con él”. Incluso dijo un nombre propio, por todos conocido. “Hablen con Él”, escuché que lo había pronunciado con mayúscula.

El árbol es adornado con los atados de tabaco envueltos en telas de colores que representan los rezos de los concurridos. En su tronco quedan también las ofrendas de carne y de sangre que algunos de los participantes entregan. Esta última vez yo iba con el plan de colgar de una de sus ramas el corazón de madera que llevaba en mi mochila.

Mi regreso fue por paisajes diferentes a las tierras planas de Nebraska y Colorado. Aunque recorrí otra vez estos estados, el latir de mi corazón de carne y sangre me hizo pasar por alto la llaneza de sus territorios.

Hice escala en un lago. Recordé las bienaventuranzas y sentí ríos de agua viva. El corazón no quedó colgado del árbol, ni siquiera se lo entregué a la dama del lago. Tanto a él como a ella les platiqué lo que fue mi descubrimiento. Un corazón entregado no se arranca: se arraiga, se extiende y se lleva bien puesto.

Cuando pasé por el módulo de seguridad, la agente me preguntó con sospecha qué objeto contundente era el que llevaba en la mochila. Un corazón, le dije. Y me dejó pasar con él.