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Mi héroe terrenal



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 08 de Septiembre de 2018 9:03 am


DON Juan me invitó a pasar a su casita, muy bajita, todos nos agachábamos para entrar. Una casa diminuta para él y su mujer, nos dijo. La puerta era muy sencilla, que indicaba el límite entre la propiedad privada y la pública. Nadie pasaba esa línea, sólo los invitados del señor. Nosotros entramos.

Adentro era casi oscuro, aunque fuera la hora de comer. Las ventanas abiertas dejaban entrar el aire del campo, pero no toda la luz natural del día, sino una clásica imagen del crepúsculo interior. Ahí era feliz don Juan y él decía que también su esposa. Sus cuatro hijos varones, nos dijo, crecieron felices hasta que se fueron. Él esperaba que un día regresaran y lo llevaran a otro lado para estar juntos.

Ese día, don Juan regresaba de su milpa, un cultivo que a sus 74 años aún le producía maíz criollo de colores, calabaza, frijol y otras especies que siempre comieron a lo largo del año. Producía para autoconsumo, no comerciaba sus cosechas. Ahora la superficie cultivada era mínima, ya no necesitaba alimentar tantas bocas como hace años. El trabajo y el esfuerzo eran menores.

El señor creía en las palabras, en los compromisos no escritos, la caballerosidad de la palabra. Era capaz de matar por su palabra dada como garantía del compromiso adquirido, pero aclaraba que no dirigir la palabra a alguien incumplido era matarlo con el hielo del desprecio en su pequeño mundo comunitario donde todo mundo sabría la razón del desprecio. Algunos se han ido del pueblo por esa razón, precisaba don Juan.

Era el mediodía. El sol medio inclinado pegaba en la cara y se reflejaba en las blancas tierras del rumbo calcáreo. Los vientos levantaban nubecillas de polvo que blanqueaban el pelo de cualquier caminante. Ajustábamos la chamarra ante el viento frío. Mi sombrero negro de panza de burro cobijaba y entibiaba mi cabeza. De noche, el frío cortaba la cara.

De día, veíamos los cachetes rojos de niños y niñas, combinando con sus blancos dientes. El pelo de las niñas volaba todo el tiempo, los dorados colores de algunas proyectaban la luz del sol, brillaban como la miel. La sonrisa indicaba la felicidad de vivir bajo la vigilancia del Cofre de Perote, originalmente Pedrote, esa generación que convivió con los constructores de la fortaleza de San Carlos. Es otro mundo, pensé. 

Comer con un nuevo amigo vale mucho, y también disfrutar un medio que no acostumbro. Don Juan nos recibió. Pasamos al comedorcito. Una mesa de pino y cinco sillas, justo para los comensales. De una olla de barro sacó un paquete envuelto en servilleta de tela. Eran cinco pambazos bañados con cierta harina blanca, esa que da el sabor dulzón y agradable, uno para cada quien. De otra olla sacó cinco picadas y cinco gorditas, cada comensal tenía su dosis. Nos acercó un vaso de agua. Comimos y platicamos largo y tendido. Historias y leyendas, risas y aplausos. Todos felices.

Al final pregunté por qué el espacio vacío y la comida que ahí quedó. Espero a mi señora, dijo don Juan. A mis hijos no, porque ellos hicieron su vida propia. Mi esposa debe regresar por mí. Amo a mi esposa, siempre hemos vivido el uno para el otro. Ella dijo que siempre estaríamos juntos donde anduviéramos.

Y por qué no vino hoy, pregunté. Está con mis hijos, contestó. Ah, vendrá más tarde, dije. A cualquier hora puede venir y entonces con mis hijos nos iremos para estar juntos y ser una familia feliz, como siempre. Nosotros nos despedimos, le di un fuerte abrazo y un billete para compensar la comida. Sentí su fortaleza.

Al día siguiente, nos enteramos que por la noche falleció don Juan. Su sobrino me dijo que él sabía que esa noche su esposa y sus hijos vendrían por él, como siempre quiso y siempre esperó. Es que su familia falleció en un accidente hace 10 años. El autobús en que viajaban se desbarrancó. Desde entonces los esperaba para volver a estar juntos y ser felices, por eso se conservaba fuerte y sano.

Sin duda, don Juan es mi héroe terrenal y ejemplo.


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