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MOMENTOS



EVA ADRIANA SOTO FERNIZA

La luz de los caballos


Sábado 22 de Septiembre de 2018 9:27 am


“Y mientras cabalgaba, mi corazón resonaba en los pasos sobre el prado húmedo; resonaba en el resoplar y el tascar del freno de mi caballo tordo, y una dicha inefable iluminó mi corazón, y supe que si dejaba ahora este mundo, caería en el paraíso” (Anónimo).

Hace tiempo que quiero hablar de estos hermosos seres que han estado con nosotros desde tiempos inmemoriales y que se cuentan entre los animales más nobles que existen: los caballos. Reflexionando sobre monumentos y estatuas de todo tipo que uno encuentra por dondequiera, muchas veces me he preguntado, ¿por qué no hay por ahí alguna que haga homenaje al caballo? Sólo a éste, sin jinete alguno; únicamente a este especial y valioso animal. Y me remonto a tiempo atrás, en el que una noche, ya tarde, manejando en plena ciudad, pasó frente a mí, a todo galope, un precioso caballo blanco que me dejó llena de asombro, tanto por su belleza como por lo inusitado de su aparición, en una calle desierta, como si se hubiera tratado de una visión. 

Creo que nadie puede quedar indiferente ante la presencia de un caballo, y no se diga de aquellos especialmente cuidados y de raza, por no mencionar a los de pura sangre. Asombro y admiración, son los términos que vienen a quedarles a la medida a estos animales. Y ya que estamos en el tema, conviene decir que su origen se remonta a unos 50 millones de años. Eran muy diferentes a como los conocemos, ya que no eran mayores que un perro, tenían patas provistas de cinco dedos y vivían en los bosques. Con el paso del tiempo, salieron a campo abierto, y para defenderse de sus enemigos aprendieron a correr cada vez con mayor rapidez. 

El caballo doméstico representa el eslabón final de una larga cadena evolutiva. Se dice que el caballo procede de Norteamérica y se supone que desde ahí emigró a Sudamérica y Asia a través de istmo que unía entonces a América con Asia. Desde ese momento, llegó a Europa y después a África. Pero el caballo desapareció de América debido a la llegada de tribus cazadoras que lo acosaron hasta exterminarlo. Sin embargo, por medio de los conquistadores españoles, a principios del Siglo 16, el caballo volvió a nuestro continente.

Nuestra adaptación a la vida en la Tierra ha ido de la mano con el caballo; sin su presencia, nuestro desarrollo sería mucho menos avanzado. ¿Habrían logrado los árabes conquistar Medio Oriente, el Norte de África y haber llegado a España? Y más tarde, los mongoles, que partieron de Asia central, ¿habrían podido sin el caballo formar el gran imperio que construyeron? ¿Alejandro Magno, sin Bucéfalo? Eran uno él y su caballo, tanto, que Bucéfalo sólo se dejaba montar por él. Cuando el corcel murió, después de haber cabalgado miles de kilómetros sirviendo a su dueño en tantas batallas, Alejandro realizó un solemne funeral y fundó una ciudad con su nombre: Alejandría Bucefalia. 

El mítico Rocinante; Babieca, el del Cid; Marengo, el de Napoleón; Othar, el caballo de Atila, de quien él mismo decía: “donde pisa mi caballo, no vuelve a crecer la hierba”; Genitor, el corcel de Julio César, servidor y copartícipe en su tarea de ser dueño del imperio del mundo. Grandes corceles, y también nobles amigos del hombre, aquellos que lo han acompañado en su vida cotidiana haciendo más ligero su trabajo, transportándolo, y llevándole también a la guerra, donde millones de caballos han muerto al parejo que sus jinetes. Definitivamente, hay un histórico lazo afectivo entre el equino y el hombre, lo que ha permitido la supervivencia de ambas especies.

“Vi desde la ventana los caballos. Fue en Berlín, en invierno. La luz era sin luz, sin cielo el cielo. El aire blanco como un pan mojado. (…) De pronto, conducidos por un hombre, diez caballos salieron a la niebla. Apenas ondularon al salir, como el fuego, pero para mis ojos ocuparon el mundo vacío hasta esa hora. Perfectos, encendidos, eran como diez dioses de largas patas puras, de crines parecidas al sueño de la sal. Sus grupas eran mundos y naranjas. Su color era miel, ámbar, incendio. (…) Y allí en silencio, en medio del día, del invierno sucio y desordenado, los caballos intensos eran la sangre, el ritmo, el incitante tesoro de la vida. Miré, miré y entonces reviví: sin saberlo allí estaba la fuente, la danza de oro, el cielo, el fuego que vivía en la belleza. He olvidado el invierno de aquel Berlín oscuro. No olvidaré la luz de los caballos”, Caballos, Pablo Neruda.


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