De ayer y de ahora
ROGELIO PORTILLO CEBALLOS
Temblor en las creencias
Domingo 23 de Septiembre de 2018 8:06 am
ACABAMOS de pasar un aniversario del temblor
del 19 de septiembre que provocó daños en la Ciudad de México. Aquí lo
recordamos con la realización de algunos eventos de protección civil, como
simulacros en escuelas y oficinas, para evitar consecuencias mayores. A lo
largo de los años, lo vivido y escuchado sobre terremotos en nuestro terruño me
lleva a la siguiente narración. Colima es una tierra mágica que se estremece
y hace estremecer. No hay plática de padres y abuelos que no traiga a cuento
alguna sacudida vivida décadas atrás. Mi papá y mi mamá siempre nos platicaron
sus experiencias de los temblores de 1932 y 1941. Tengo fotografías de mi papá
posando encima de una de las torres caídas de la Catedral, así como de los
efectos que provocó la marejada o maremoto del 32, en hoteles y casas de
madera, carrizos y palapas que había en Cuyutlán. Mi tío Gabriel me contó que en el temblor de
1941, él tenía 15 años y se encontraba en el rancho El Mezquite, cerca de Loma
de Fátima, a escasos kilómetros de la ciudad de Colima. Estaba en una bodega
repleta de mazorcas, precisamente encima de ellas, y que con el movimiento
sísmico, él se fue hundiendo entre éstas al tiempo que se asustaba por aquel
acontecimiento. Afortunadamente no le pasó mayor cosa y cuando salió de aquel
cúmulo de mazorcas, estando en la parte más alta de aquel depósito, vio cómo toda
el área que rodeaba e incluía la ciudad estaba cubierta por una inmensa capa de
polvo, motivada por derrumbes de algunos cerros y taludes y por todas las casas
de adobe caídas. He vivido muchos movimientos sísmicos y
siempre, aparte del susto y excitación por el peligro inminente, suceden casos
de repaso vital instantáneo, surgimiento de una vivencia de insignificancia e
impotencia para detener o influir en dicho movimiento; también de invocación al
poder sobrenatural y divino, y de súplica e imploración para no ser afectados
mortalmente. En el temblor de 2003, el último de los más
fuertes por mí experimentados, me encontraba bañándome y, desnudo todavía con
jabón, salí corriendo tomando al paso una pequeña prenda que no me cubría gran
cosa y en un dos por tres estaba ya en la calle. Fue curioso que por la
sensación de susto y peligro, no sintiera mi desnudez ni tampoco nadie se
percató de la misma, aunque había varias gentes afuera de sus casas. A los
pocos minutos, la calle quedó a oscuras. Pero lo que realmente quiero resaltar en este
escrito es una pequeña anécdota que me contó mi papá, y sucedió así: En una casa de la ciudad de Colima convivía
un matrimonio integrado por un señor descreído y ateo y una señora muy creyente
y piadosa. Estaban platicando cuando empezó a temblar. La señora salió
rápidamente al patio y con gran fe y piedad se arrodilló y empezó a implorar el
auxilio divino y a solicitar la intercesión de los santos protectores en caso
de temblores y desastres. Decía: “¡Dios mío, auxílianos, que termine este
temblor! ¡Dios de la misericordia, apiádate de nosotros! ¡San Felipe de Jesús,
líbranos de esto, que todos los santos intercedan ante Dios nuestro Señor, para
que se acabe este terremoto! ¡Ayúdanos, San Felipe de Jesús!”. Mientras, el esposo ateo, escéptico y amante
sólo de la ciencia, exclamaba: “Aplácate naturaleza, aplácate energía
desbordada… aplácate naturaleza… oh cosmos alterado, ¡aplácate!…”. Pero aquel movimiento sísmico continuaba, y
tanto la señora como el señor invocaban cada uno las fuerzas en las que creían.
Una, rogando al Creador y a sus santos, otro a la naturaleza y a la física, y
el temblor seguía y seguía, hasta que aquel ateo, de corazón incrédulo,
dirigiéndose a uno de los santos invocado por su esposa, le dijo: “¡Con un
carajo, San Felipe, por favor, ya hazle caso a mi señora!”.
Así sucede muchas veces, algunos temblores en
nuestras vidas sacuden violentamente nuestras creencias…