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MOMENTOS



EVA ADRIANA SOTO FERNIZA

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Sábado 06 de Octubre de 2018 8:52 am


EN estos momentos, me viene a la mente el verso de Jaime Sabines, rebelándose ante la presencia de la muerte: “¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!,/ ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la faz de la tierra!/ Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir./ Yo siempre estoy esperando a que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras?/ Por eso me sobrecoge el entierro./ Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen lajas encima,/ y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando,/ ahí te quedas, de aquí ya no sales”.

Qué inoportuna resulta siempre la parca, hasta cuando la estamos esperando. Quizá traemos la idea ancestral en nuestros genes de que somos inmortales, que los demás se pueden ir, menos nosotros, y menos aún los que nos son queridos. Pero no falla, a nadie le falla. Porque llega la innombrable, y sin más, o a veces con toda calma, arranca de la vida a uno de los nuestros. “Qué injusta, qué maldita, qué cabr… la muerte que no nos mata a nosotros, sino a los que amamos”, escribió Carlos Fuentes con la herida abierta por la muerte de su hija. Mi queja tiene sentido y me acojo a la voz de los poetas que suelen escribir con sangre lo que su corazón les dicta. Mi queja es por la partida de una querida amiga, por pura envidia de la muerte. 

Porque, cómo no iba la triste muerte a envidiar a la llena de vida, a la que era una pura chispa, una mujer que no paraba de convocar a sus muchas, pero muchas amigas. A la que le faltaban horas del día para visitar, acompañar o consolar a quien había perdido un ser querido. A la que apenas despuntaba el día ya nos estaba mensajeando a través del celular. La que estaba al pendiente de todo lo que importaba y al tanto de quien enfermaba o fallecía. La madre con el don de ubicuidad, siempre disponible para sus tres hijos y adoradora fiel de sus nietos. La que gozaba de una plena felicidad con su marido. 

La parca la envidiaba, sí, no hay de otra, su celo fue lo que la impulsó a dejarnos sin su presencia. Porque, cómo puede alguien tan pleno y con esa alegría de vivir, andar por ahí danzando feliz en esta vida. Cómo puede estar llevando su buen ánimo por donde aparece, porque aparece en muchos sitios en un día. Y cómo pues, se sabe tantos chistes y los cuenta atacada de risa. A quienes todavía se están preguntando cómo es posible que ya no esté, aquí tienen la respuesta.

Ay, mi Tere, yo pensaba en ti, como en el verso de Antonio Machado: “(…) dormirás muchas horas todavía/ sobre la orilla vieja/ y encontrarás una mañana pura/ amarrada tu barca a otra ribera”.

Y también acudo a Eduardo Galeano que decía que recordar, del latín re-cordis, es volver a pasar por el corazón. Así que ahora estás acariciando mi corazón y el de todos los que te queremos. Siempre recordaré tus escapadas retrasando la llegada a tu casa, para estar con nosotras, tus amigas y compañeras, a la salida del colegio, en los “raspados del jardincito”. Cuando tus hermanas, ya arriba del camión para la Villa, pasaban por ahí y desde la ventanilla sacando la cabeza, te gritaban: “Teresaaaa, vas a ver con mi mamá”. ¡Éramos más importantes para ti, que las regañadas que te ponían después!

Tu presencia en mis mejores y peores momentos. Tu alegría en mis 15 años, tu complicidad en nuestros enamoramientos, las canciones de juventud que cantamos y compusimos, como la de Flamingos. No la has olvidado, lo sé. Tu boda con el mejor, con tu querido Rogelio, ¡qué buena pareja hicieron, disfrutando su vida juntos! Estuviste también en la mía, no olvido que me abrochaste los mil botones de mi vestido de novia. Tu inestimable compañía y apoyo cuando la sorpresiva muerte de mi padre. Siempre pendiente, siempre haciéndome sentir que me querías. Todo eso y más, no ha podido ni podrá llevarse la muerte. Estamos, pues, a mano.

“La muerte no es nada./ Yo sólo me he ido a la habitación de al lado./ Yo soy yo, tú eres tú./ Lo que éramos el uno para el otro,/ lo seguiremos siendo./ Llámame por el nombre que me has llamado siempre,/ háblame como siempre lo has hecho./ No lo hagas con un tono diferente,/ de manera solemne o triste./ Sigue riéndote de lo que nos hacía reír juntos”, La muerte no es nada, San Agustín.  

Posdata: En recuerdo de María Teresa Cruz Ahumada. Querida y fiel amiga.                             


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