1968: memoria y agenda
ROLANDO CORDERA CAMPOS
Domingo 07 de Octubre de 2018 8:37 am
Parte I BREVE RECUENTO MEMORIOSO ENTRE la libertad ganada y el inicio del
reclamo democrático de masas en 1968 y el presente político, dominado por un
pluralismo indiscutible y un orden democrático entendido como mandato político
mayor, se ha querido trazar una línea recta. Al hacerlo, se soslaya la secuela
inicial del movimiento y se incurre en una omisión mayor: La omisión mayor, que
hoy podemos atribuir a todos los actores de la transición a la democracia: la
cuestión social y sus implicaciones sobre la práctica y el discurso político que
entonces emergía. Este olvido mayor, en los 70 fue reclamo
masivo de derechos sociales, de respeto a la democracia sindical y por bienes
públicos esenciales para un hábitat digno. Estas movilizaciones se vieron y
entendieron como herederas del movimiento estudiantil del 68. Y así fue, porque
sus proclamas pasaron por las grietas abiertas por el movimiento en el muro del
autoritarismo presidencialista. Se trata de un desafío que adquiere amplitud
y profundidad con el Frente Nacional de Acción Popular, las jornadas
proletarias del Sindicato de Trabajadores Electricistas de la República
Mexicana encabezado por don Rafael Galván y, después, con la Corriente
Democrática de los electricistas, la sindicalización de bancarios, académicos y
trabajadores universitarios, las invasiones de tierras rústicas y urbanas. Esas movilizaciones y sus voces conforman el
magno coro para el lanzamiento de la reforma electoral del presidente López
Portillo y su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, pero no
encuentran en ese reformismo cauce ni respuesta adecuada. Los grupos
dirigentes, derrotados o arrinconados, optan por la retaguardia o la
negociación gremial específica, mientras que la reforma electoral desplegaba
sus potencialidades pluralistas y representativas en lo político. Tomadas en conjunto, esas demandas deberían
haber servido para bosquejar un abanico de opciones para la política y el
desarrollo del país, hasta ser una alternativa a la ruta cuyo desgaste político
arrancó con el 68. En su lugar sobrevino la gran crisis de la pauta de
desarrollo precipitada por el sobre endeudamiento externo, una aguda cadena de
inflación y devaluación e inéditas presiones por parte de los organismos
financieros internacionales que obstaculizaron la búsqueda de opciones
nacionales, congruentes con el cuadro social y político que se tenía. En vez de
ello, las élites dirigentes en la economía y la política encontraron en el
cambio estructural globalizador, con profundas reformas de mercado y la
apertura externa radical, el camino a seguir. A la contracción de los resortes de la
intervención del Estado en lo social, se sumaron amplias e intensas
privatizaciones del sector público y se olvidó atender las cuestiones
sustanciales del desarrollo: la redistribución económica y social y un
aprendizaje democrático que llevara a la naciente ciudadanía política a planos
relacionados con la administración de la economía política del Estado en su
conjunto. Fue hasta 1988 que esas movilizaciones de
reclamo en torno a la cuestión social volvieron a expresarse en la política
formal. El gobierno quiso encararlas con programas de compensación y protección
que dieron lugar a nuevas formas de política social, pero no abrieron la
posibilidad de que el Estado se reconfigurara como un Estado social propiamente
dicho. La construcción de un Estado constitucional
moderno implica una combinación institucional efectiva entre su impronta
democrática y sus compromisos constitucionales con la justicia social. Así lo
habían planteado los contingentes de la década de los años 70 y lo recogieron
las fuerzas del Frente Democrático Nacional en los 80, encabezado por
Cuauhtémoc Cárdenas. Sin embargo, en los hechos, tanto la cuestión social como
una respuesta histórica del Estado, inscrita en la tradición revolucionaria y
constitucional mexicana, de nueva cuenta fueron dejadas de lado, soslayadas e
incluso desnaturalizadas por la implantación salvaje del individualismo y su
rápida traslación a las formas de entender la política estatal por parte de los
grupos dirigentes. En lugar de contrato social renovado, se le ofreció al país
competencia sin cauce ni cuartel. A 50 años del estallido estudiantil, debemos
reconocer estas posposiciones y olvidos. Para darle a aquel reclamo primigenio
su obligada consumación en una democracia social propiamente dicha. Así lo
requieren México y su modernidad, siempre inconclusa, marcada por profundas
brechas de desigualdad y vulnerabilidad social. El movimiento del 68 fue un punto de partida
de numerosos cambios en la vida social y política del país. Las banderas izadas
por los estudiantes eran políticas, no defendían intereses particulares o
gremiales ni de contenido económico o redistributivo. Resumían anhelos de
libertad, elementales derechos cívicos, y un firme reclamo al gobierno y al
Estado de que respetara su propia legalidad. De principio a fin, el movimiento fue
constitucionalista. De ahí su fuerza y legitimidad perdurables. Su desenlace
trágico no se olvida pero, por ello, es preciso inscribirlo en una historia
compleja y del presente. No puede reducirse ni asimilarse a aquellos
acontecimientos tristes que nos produjeron rabia y furia, sobre todo en los más
jóvenes e inexpertos. Para hacer florecer el recuerdo, hay que convertirlo en
el inicio de una reflexión comprometida con la razón histórica, a la vez que
con el reclamo político democrático que el movimiento legó a la sociedad
mexicana toda. La de los estudiantes fue una proeza mayor al
volverse nueva conciencia del país real, a partir de la cual sería posible
conjugar las memorias: de la trágica y cruel, al momento festivo y lúdico y,
sobre todo, al recuerdo del cultivo y respeto a la deliberación colectiva, la
solidaridad compartida, el reconocimiento racional y emocionado de unos líderes
que no mentían ni se someterían a las abusivas decisiones del poder. Todo esto
hizo del movimiento un orgulloso portador de la gran promesa de una mutación
civilizatoria de la sociedad y del Estado. Portador portentoso de la necesidad
de construir y conservar una memoria de la política como “actividad creadora”,
a decir del gran peruano Mariátegui.
“Que el cumplimiento de la Constitución
tuviera que ser exigido por un movimiento tachado de ‘subversivo’, nos ilustra
el gran filósofo Luis Villoro, ponía al descubierto toda la mentira ideológica
en que vivía el régimen. Es curioso observar que ningún otro movimiento
estudiantil en el mundo reivindicó su propia Constitución, porque en ningún
otro país existía ese divorcio entre el discurso y la realidad, como en
México”.