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Tras la puerta



SABINA DE LA LUZ URZÚA

Violencia, su perpetuación generacional


Miércoles 10 de Octubre de 2018 8:00 am


UNA de las formas de cómo sin pensar las familias vamos perpetuando la violencia en un 99 por ciento, son aquellos comportamientos que consideramos “naturales” cuando no lo son. La violencia se aprende, porque no se nace violento. La persona violenta, por omisión –que calla para luego “cobrar” el insulto y la vejación–, termina casi siempre tomando venganza con llanto o rencor. Pero tarde o temprano hay revancha, muchos son hipócritas y su violencia es soterrada; otros se hacen pasar por víctimas. La violencia, por acción es insultar, gritar, manotear, utilizar la fuerza física, dañar objetos frente al sujeto agredido (esto es violencia indirecta).

Hay investigadores, agentes ministeriales e incluso jueces que tienen en su perfil mental el cliché de que a las mujeres sí les tiene permitido gritar, zaherir, humillar, despreciar, controlar económicamente al hombre para que entregue su cheque y ella lo “administre” (poniendo en apuros al padre de sus hijos, al vivir un nivel de vida que no corresponde), que la mujer no tiene por qué aportar, aunque gane igual o más que el hombre.

Estas costumbres de violencia que tenemos como mexicanos hacen que uno de los dos progenitores saque créditos, vaya con usureros y el hogar caiga en un remolino de insolvencia y muchos problemas. Todo ello es violencia. El control no compartido ni consensuado es violencia en la familia, sea quien sea quien lo lleve a cabo. Incluso él, la suegra, los hijos mayores, hermanos entre sí o éstos contra sus padres o abuelos. De tal manera que la violencia se aprende. No se nace agresivo, ningún bebé conscientemente muerde el pezón de su madre, ni el biberón.

El producto del embarazo a los 5 meses en el vientre ya “escucha” la voz de sus padres y del entorno de éstos. Por tanto, si en la pareja hay pleitos, gritos, golpes, llanto, reclamos, empujones o sentimientos de lucha por un control familiar, ese ser que gestan estará recibiendo fisiológicamente los cambios en la adrenalina y demás sustancias corporales que su madre le provee por el cordón umbilical, además, estará registrando de alguna manera los sonidos de lucha que ya escucha.

Así que cuando nace, si lo hace en un ambiente hostil, donde de por sí la madre sufrirá los cambios hormonales del parto, por la depresión postparto y continúa vivenciando los roles de agresividad, no los de respeto mutuo, sino el estruendo de las voces que se echan la culpa la una a la otra, el recién nacido formalmente ingresa a la perpetuación de la violencia. Todos nacemos como seres biológicos, con mecanismos mentales y físicos para responder a los peligros por medio del instinto de supervivencia, mas de ninguna manera nacemos siendo ya violentos.

Aun los hijos de asesinos no tienen por qué repetir la dañosa conducta de sus padres, ni tienen por qué heredarla. El problema se encuentra en que existen cada vez más niños que gustan de romper cosas, herir animales y destruir plantas, de hacer enojar y que les griten y regañen, son niños rebeldes. Antes decían nació “travieso”. No, señora, su niño seguramente padece de un síndrome neurológico genético.

Muchos de los padres de estos niños son adictos a todas las adicciones que hay, desde el alcoholismo hasta las más agresivas, como las sustancias químicas que llevan a la muerte. Las adicciones al juego, a las competencias y a todo aquello que altera el equilibrio fisiológico de los progenitores. De esta manera, se heredan tendencias o mayores posibilidades de caer en vicios de bebidas etílicas o en determinados alimentos y sustancias. Además de esta “herencia”, nuestros hijos son enseñados desde que nacen lo que es bueno y malo, a través de su condicionamiento que las costumbres familiares y sociales les van enseñando como código de comportamiento.

Todo ello es el “costal” o maleta que el niño va cargando toda su vida. Vio y escuchó miles de días pleitos, por ende, repetirá el rol, pues para él eso es lo natural en las relaciones interpersonales. A los 7 años, con sus 2 mil 500 días de vida, claro que ya aprendió los primeros códigos familiares y sociales. Luego, en plena formación escolar incorporará no sólo lo bueno de la socialización escolar, sino también observará las incongruencias entre lo que dicen los profesores y su comportamiento personal, empezará a almacenar para su futuro estas enseñanzas.

Las guardará en un archivo mental, para hacer uso cuando las circunstancias sean similares. Nacemos libres de violencia, aun con genes propensos a caer en vicios o conductas dañosas de nuestros padres, abuelos, bisabuelos, mas con todo, nacemos libres. Y esta libertad de decidir por el camino de la violencia o no violencia la asumimos alrededor de los 14 años, así que no se justifica un comportamiento agresivo diciendo graciosamente “lo heredé”.

No, la herencia biológica es posible controlarla, inclusive los niños dañados por las adicciones de sus padres, tratados por un neurólogo pediatra y con medicamento se controlarán, podrán llevar una vida alejada de la violencia, convirtiéndose en personajes con vidas productivas y pacíficas que construyen y no destruyen.

Cambiar lo que llamamos idiosincrasia (es la característica de una persona o cosa y la distingue de las demás), sí es posible. Modificarnos y ser una Nación pacífica, no de gritos y sombrerazos, de mentiras e impunidades, también. En los demás continentes, ser mexicano es ser flojo y “atenido”. La respuesta para modificar nuestra forma de ser no es fácil. Requerimos de inteligencia emocional y a ésta se llega con disciplina, perseverancia y razonamiento, antes de actuar u omitir. Sin estos tres ingredientes aplicados juntos, la violencia seguirá reinando en el núcleo familiar y de ahí se unirá a la comunitaria y nacional. Como siempre, hasta siempre. “La respuesta, mi amigo, está en el viento”, Bob Dylan.