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SABBATH



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Pasada por agua


Sábado 20 de Octubre de 2018 8:55 am


SUCEDE el contratiempo, la desgracia. Acontece cada cierto tiempo. La temporada de caza comienza pasada por agua. 

La abrimos al día siguiente del señalado por el calendario cinegético. A diferencia de otros años, volaron pocas parvadas donde a esa fecha en la anterior hubo cientos y se calentaban las escopetas en un lapso breve.

Recuerdo otra apertura, cuando eran las 9 y tantos de la mañana y había agotado mi dotación de cartuchos, en un cazadero que no hubiese sido mejor si lo hubiera diseñado con los planos de un sueño: en terreno llano y limpio, entre dos sorgales, bajo el pasadero feliz de las parvadas, que volaban a no más de 30 metros sobre el nivel del suelo y caían, las impactadas, más que visibles de modo de no perder ninguna sin necesidad de perro de cobro.

Igualmente, nos ocurrió a mis amigos y a mí poco antes de Jova, cuando la temporada había comenzado entre las mejores. El huracán la echó a perder porque ahuyentó los pájaros que apenas se asentaban o mató a miles de ellos. Fue un lujo encontrar huilotas ese año y apenas repusimos la carencia cuando, casi al cierre, llegaban las bandas para prepararse a la siguiente migración al norte.

De otro modo lo mismo –dicho sea con permiso del poeta Rubén Bonifaz Nuño–, han aparecido señales de retraso de la migración grande de huilotas; quizá arribarán a finales de mes o, como los gansos, en noviembre. Digamos que la suposición rezuma optimismo. Puede ser que los vientos huracanados de septiembre que golpearon la costa norte del Pacífico mexicano hayan dañado las poblaciones.

Otro indicio que alimenta el entusiasmo del cazador que escribe es la noticia del retraso de las aves migratorias, y no sólo de las especies cinegéticas, que se encontraban con un clima cálido en Estados Unidos y Canadá al iniciarse el otoño, cuando ya debieran levantar el vuelo.

O estamos en modificaciones climáticas o 2018 habrá de ser uno de esos años bizarros que vienen de vez en cuando a alterarnos la vida, sin que esto signifique que no estamos en proceso de cambio del clima por acciones humanas. Que por nuestro modo de vivir y producir estamos reventando el planeta, es una verdad del tamaño de las manadas de jabalíes de que nos daba cuenta un agricultor hace poco. 

Resignados a que las huilotas venían tan retrasadas como si hubiesen abordado un avión comercial, regresamos al vehículo. Estaba ahí cerca un agricultor que nos hizo plática y terminó invitándonos a los jabalíes que allá por Navidad bajan del cerro y le destrozan buena porción de sus cultivos. No llegan ni 10 ni 20, sino un desfile de marranos, ha dicho aquel campesino que nos ha pedido ayudarle a reducir la población de pecaríes.

Y por supuesto que es necesario y conveniente que la Semarnat salga del espiadero que ha construido detrás de los escritorios a darse cuenta de que avanzamos a zancada feliz a un fenómeno que actualmente se ve en España más común de lo que pueda creerse: manadas de jabalíes irrumpen de pronto en las ciudades y pueblos hispanos en busca de comida; son tantos ya que se volvieron peligrosos para la gente citadina, los urbanitas, que pueden ser agredidos por los marranos salvajes con sus largos, filosos y potentes colmillos.

Las piaras crecieron con desmesura porque la depredación natural es mínima y la caza ha menguado en razón de que los irracionales anticaza españoles –urbanitas de sofá y carne de res, cerdo y pollo que otros “cazan” por ellos en rastros y carnicerías– han logrado que se prohíba la cinegética en regiones que miles viven de ella.

Acá no estamos lejos de que las manadas de jabalíes entren a poblados y ciudades tan triunfantes como el Ejército Trigarante a la capital del país allá por la Independencia, y no por berridos anticaza, sino porque los depredadores naturales como jaguares, pumas, jaguarundis y ocelotes han menguado su población y el jabalí, una de sus presas favoritas, anda a sus anchas por cerros, cañadas, llanos y veredas con el desparpajo del payaso de las fiestas de la Villa en el coso de La Petatera.

Iremos, entonces, a fin de año a ayudar a aquel agricultor que cuando sobreviene la peregrinación jabalinesca anda como La Zarzamora, llora que llora por los rincones, pero no por acto de desamores, sino por ver que sus cosechas merman y el dinero para la vida será menos. Y sucede que eso a nadie le gusta experimentarlo en propia piel.

Mientras esos días felices llegan, tendremos que andar, pata de perro, correteando las parvadas de palomas de alas blancas, moras y huilotillas que tengan a bien llegar este año. Y acaso habremos de completar el llenado de morrales, llegado el caso, con la plaga invasora de collarejas, una especie de paloma feral que abunda ya con preocupante desfachatez, sin que a la burocracia de la Semarnat se dé por enterada del riesgo que una población exótica desplace a las nativas y el efecto ambiental que eso provocaría. Para las collarejas o habaneras no hay permiso, pero si se atraviesan, como suelen hacerlo, habrá que ocuparse de ellas antes de que acaben con las nuestras.

Así andamos en la incierta apertura de la temporada, que no quita ni tantito el ánimo de levantarse a las 5 de la mañana a preparar los arreos y beber una taza de café colimote de La Yerbabuena y partir tocando con el rostro un viento madrugador que ya empieza a ser frío.