68: memoria y agenda inconclusa
ROLANDO CORDERA CAMPOS
Domingo 21 de Octubre de 2018 8:40 am
Parte III HAN pasado 50 años y el 68 sigue
marcando nuestro presente. Su memoria nos debería llamar a imaginar una
economía política de las transformaciones productivas y una política
democrática para la inclusión. Las condiciones sociales y políticas que vive la
mayoría son precarias y las instituciones necesarias para su protección
endebles. Estamos obligados, o deberíamos estarlo, a resolver en democracia los
problemas de la pobreza y la desigualdad; a desenterrar, como apuntaba Octavio
Paz, semillas de solidaridad: “(…) en las profundidades de la
sociedad hay –enterrados, pero vivos– muchos gérmenes democráticos, apuntaba el
poeta. Estas semillas de solidaridad, fraternidad y asociación no son
ideológicas, quiero decir, no nacieron con una filosofía moderna, sea la de la
Ilustración, el liberalismo o las doctrinas revolucionarias de nuestro siglo
(…) Son una extraña mezcla de impulsos libertarios, religiosidad católica
tradicional, vínculos prehispánicos y, en fin, esos lazos espontáneos que el
hombre inventó al comenzar la historia”. Es una oportunidad y un desafío que
tienen plazo: si no cambiamos la distribución del ingreso en la década que
comienza, y alcanzamos un crecimiento económico mayor, México habrá dejado de
ser un país de jóvenes sin empleo, para convertirse en una Nación de viejos
empobrecidos y sin seguridad ante la vida. Como postula el Instituto de
Estudios para la Transición Democrática (IETD): “La riqueza para preparar y sostener a
esa generación y a ese futuro debe ser creada y distribuida desde ahora,
creciendo, echando mano de aquello con lo que contamos y hemos producido en las
transiciones del nuevo siglo: márgenes de libertad y pluralismo como nunca los
tuvimos, pero escuchando, ahora sí, el mensaje igualitario de la democracia”. Pensar en un México democrático y
habitable que se hace cargo de la pobreza, el empobrecimiento y la aguda
concentración del ingreso y la riqueza mediante una cooperación socialmente
productiva es honrar la alegría, el entusiasmo y la esperanza con las que ayer
los jóvenes, de la mano con las clases urbanas emergentes, trabajadores,
empleados, profesores, familias enteras, se abrazaban o discutían en torno a
esa emergencia antiautoritaria: expresión de un México que no cabía más en
aquellos rígidos moldes de la revolución hecha sistema de gobierno. Nuestro pluralismo es consecuencia
irrenunciable del gran movimiento que, comenzando en 1968, prosigue hasta
nuestros días. Pero insistamos: ningún esfuerzo democrático tendrá sentido si
no abre paso a la equidad y refuerza la participación popular. Se trata de
reclamos que una versión moderna de la solidaridad y la fraternidad resumirían
virtuosamente, porque suponen la existencia de un Estado social y democrático
cuya reforma se ha pospuesto sine die. Transición política inconclusa y
cambio económico sin traducción social efectiva y justiciera, debido a su
escaso y veleidoso dinamismo: he aquí las coordenadas de la encrucijada que la
sociedad mexicana tiene que sortear si quiere un futuro habitable. Si, en
efecto, quiere afrontar y superar los retos de su nueva transición, que ya
empezó, hacia una demografía dominada por adultos mayores cuya pobreza no puede
sobrellevarse con cargo al esfuerzo individual o los fondos acumulados para su
retiro. En palabras de la filósofa española
Adela Cortina: “Transformar la vida pública desde la opción política fue la
gran aspiración de aquella tan discutida Generación del 68 (…) Bregar por el
cambio social hacia algo mejor implicaba para el espíritu de aquella generación
ingresar en un partido político, luchar por conquistar el poder y transformar
desde él la cosa pública (…) Hoy las cosas han cambiado sustancialmente. Y no
sólo porque nos hemos percatado de que, aunque el poder político siga cobrando
su legitimidad de perseguir el bien público, quienes ingresan en la vida
política buscan ante todo su bien privado, sino sobre todo porque hemos caído
en la cuenta de que lo público no es sólo cosa de los políticos”. Llegó la hora de que legalidad y
legitimidad, prendas de todo poder político moderno y democrático, se acerquen
y refuercen. Pero esto sólo será posible si al reclamo democrático que inauguró
el 68 lo acompaña el reclamo de justicia social tan postergado en estos lustros
de duras crisis y cambio económico insatisfactorio. No se ha tomado seriamente
el hecho de que, como diría Josep Borell, “es la desigualdad (…) la que hace
inviable la igualdad política de los ciudadanos”. El de la cuestión social no es un tema
que haya concitado voluntades y acuerdos; más bien, pareciera haberse instalado
una “cultura de la satisfacción y de la pobreza” que cultiva y reproduce una
profunda falta de sensibilidad de la sociedad en su conjunto y de sus elites
políticas y del dinero. Esta falla, sin duda cultural, obnubila las miradas de
la comunidad no sólo respecto de la pobreza sino sobre todo de la ignominiosa
desigualdad.
Hay que insistir sobre un aspecto
ineludible del presente: el fortalecimiento de nuestra incipiente ciudadanía
pasa por la necesidad de (re)construir el contexto socioeconómico y
reconstruirse como colectividad. Tender hacia una sociedad que permita la edificación
de una comunidad incluyente, un renovado pacto social que tenga en el
crecimiento económico y el reparto justo de sus frutos los soportes para la
reproducción de la democracia y de la vida social.