Papa Francisco condena enérgicamente pedofilia en Pennsylvania
AGENCIAS
Lunes 20 de Agosto de 2018 9:31 am
+ -También hizo un llamado a la comunidad católica a "denunciar todo aquello que pone en peligro la integridad de cualquier persona".
El papa Francisco condenó “con fuerza las
atrocidades” cometidas por sacerdotes en Pennsylvania, Estados Unidos, contra
más de mil niños, en una carta dirigida al “Pueblo de Dios”.
“En los últimos días apareció un informe que
detallaba lo vivido por al menos mil personas que fueron víctimas de abusos
sexuales, de abusos de poder y de conciencia, perpetrados por sacerdotes
durante casi setenta años”, escribe el papa en la carta difundida por el
Vaticano.
“Aunque podamos decir que la mayoría de los
casos pertenecen al pasado” podemos “constatar que las heridas infligidas no
desaparecerán nunca”, lo que nos obliga a condenar con fuerza esas atrocidades”,
agrega Francisco.
Hace tres días, el Vaticano expresó su
“vergüenza y dolor” tras la revelación de abusos sexuales en Pensilvania por
parte de más de 300 de curas durante décadas. Pero este lunes el papa Francisco
fue más lejos y empleó palabras más duras para referirse al caso.
“Teniendo en cuenta el pasado, lo que se
puede hacer para pedir perdón y reparar el daño causado, nunca será suficiente.
Teniendo en cuenta el futuro, no se debe descuidar nada para promover una
cultura que no solo asegure que tales situaciones no se reproduzcan, sino que
no puedan encontrarse con el terreno propicio para ocultarse y perpetuarse”,
aseguró el papa.
A continuación la
misiva íntegra del papa:
CARTA DEL SANTO
PADRE FRANCISCO AL PUEBLO DE DIOS
“Si un miembro
sufre, todos sufren con él” (1 Co 12,26).
Estas palabras de
san Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez más el
sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de
conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas.
Un crimen que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en
las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean
creyentes o no creyentes. Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se
haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el
futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de
evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren
espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus
familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro
compromiso para garantizar la protección de los menores y de los adultos en
situación de vulnerabilidad.
1. Si un miembro sufre
En los últimos
días se dio a conocer un informe donde se detalla lo vivido por al menos mil
sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y de conciencia en manos de
sacerdotes durante aproximadamente setenta años. Si bien se pueda decir que la
mayoría de los casos corresponden al pasado, sin embargo, con el correr del
tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las víctimas y constatamos que las
heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza estas
atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura de muerte;
las heridas “nunca prescriben”. El dolor de estas víctimas es un gemido que
clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado,
callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo
intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que
aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó
demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar. El cántico de María no
se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la historia porque el Señor se
acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres: «Dispersa a los soberbios de
corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53),
y sentimos vergüenza cuando constatamos que nuestro estilo de vida ha
desmentido y desmiente lo que recitamos con nuestra voz.
Con vergüenza y
arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde
teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la
gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y
abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal
Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se
unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad
en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente
entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! […] La traición de
los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es
ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos
queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor,
sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación).
2. Todos sufren con él
La magnitud y
gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de manera global y
comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo camino de conversión
tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no basta. Hoy nos vemos
desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos
vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la omisión pudo
convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad,
entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de
hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los conflictos, las
tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una
mano tendida que las proteja y rescate de su dolor (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 228). Tal solidaridad nos exige, a su vez, denunciar todo aquello que
ponga en peligro la integridad de cualquier persona. Solidaridad que reclama
luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la espiritual, «porque se
trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo
lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de
autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz (2
Co 11,14)”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san Pablo a
sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir
reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi
hermano?» (Gn 4,9).
Soy consciente
del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas partes del mundo para
garantizar y generar las mediaciones necesarias que den seguridad y protejan la
integridad de niños y de adultos en estado de vulnerabilidad, así como de la
implementación de la “tolerancia cero” y de los modos de rendir cuentas por
parte de todos aquellos que realicen o encubran estos delitos. Nos hemos
demorado en aplicar estas acciones y sanciones tan necesarias, pero confío en
que ayudarán a garantizar una mayor cultura del cuidado en el presente y en el
futuro.
Conjuntamente con
esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los bautizados se sienta
involucrado en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Tal
transformación exige la conversión personal y comunitaria, y nos lleva a mirar
en la misma dirección que el Señor mira. Así le gustaba decir a san Juan Pablo
II: «Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que
saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha
querido identificarse» (Carta ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a mirar
donde el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a convertir el
corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la penitencia. Invito
a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el
ayuno siguiendo el mandato del Señor,1 que despierte nuestra conciencia,
nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del cuidado y el “nunca más” a
todo tipo y forma de abuso.
Es imposible
imaginar una conversión del accionar eclesial sin la participación activa de
todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más, cada vez que hemos intentado
suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas élites al Pueblo de Dios
construimos comunidades, planes, acentuaciones teológicas, espiritualidades y
estructuras sin raíces, sin memoria, sin rostro, sin cuerpo, en definitiva, sin
vida2. Esto se manifiesta con claridad en una manera anómala de entender la
autoridad en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado
las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia— como es el
clericalismo, esa actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos,
sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que
el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente».3 El clericalismo,
favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una
escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los
males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a
cualquier forma de clericalismo.
Siempre es bueno
recordar que el Señor, «en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo.
No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo,
como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja
trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana:
Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo»
(Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos
para responder a este mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una
tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia
de sentirnos parte de un pueblo y de una historia común hará posible que
reconozcamos nuestros pecados y errores del pasado con una apertura penitencial
capaz de dejarse renovar desde dentro. Todo lo que se realice para erradicar la
cultura del abuso de nuestras comunidades, sin una participación activa de
todos los miembros de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias para
una sana y realista transformación. La dimensión penitencial de ayuno y oración
nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de nuestros
hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la gracia de la
vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que generen dinamismos en
sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y
recuperar la frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos,
otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado
significado para el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Es imprescindible
que como Iglesia podamos reconocer y condenar con dolor y vergüenza las
atrocidades cometidas por personas consagradas, clérigos e incluso por todos
aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más vulnerables. Pidamos
perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a
reconocer los errores, los delitos y las heridas generadas en el pasado y nos permite
abrirnos y comprometernos más con el presente en un camino de renovada
conversión.
Asimismo, la
penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros ojos y nuestro
corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de dominio y posesión que muchas
veces se vuelve raíz de estos males. Que el ayuno y la oración despierten
nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno
que nos dé hambre y sed de justicia e impulse a caminar en la verdad apoyando
todas las mediaciones judiciales que sean necesarias. Un ayuno que nos sacuda y
nos lleve a comprometernos desde la verdad y la caridad con todos los hombres
de buena voluntad y con la sociedad en general para luchar contra cualquier
tipo de abuso sexual, de poder y de conciencia.
De esta forma
podremos transparentar la vocación a la que hemos sido llamados de ser «signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1).
«Si un miembro sufre,
todos sufren con él», nos decía san Pablo. Por medio de la actitud orante y
penitencial podremos entrar en sintonía personal y comunitaria con esta
exhortación para que crezca entre nosotros el don de la compasión, de la
justicia, de la prevención y reparación. María supo estar al pie de la cruz de
su Hijo. No lo hizo de cualquier manera, sino que estuvo firmemente de pie y a
su lado. Con esta postura manifiesta su modo de estar en la vida. Cuando
experimentamos la desolación que nos produce estas llagas eclesiales, con María
nos hará bien «instar más en la oración» (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios
Espirituales, 319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella,
la primera discípula, nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos
ante el sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María
es aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.
Que el Espíritu
Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción interior para poder expresar,
ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción y nuestra decisión de luchar
con valentía.
Vaticano, 20 de
agosto de 2018
FRANCISCO