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La batalla final



Ramón Moreno Rodríguez*

A 500 años de la llegada de los españoles a México (1519-1521) XLVII y último

Domingo 15 de Agosto de 2021 10:54 am

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El 13 de agosto de 1521 fue el día más feliz para los sitiadores de la ciudad de Mé­xico Tenochtitlán. Los últimos combatientes mexicas se habían refugiado en el barrio nor­te de la ciudad, Tlatelolco. Por su parte, Olid y sus hombres instalaron su campamento en el barrio de Xoloco, no lejos de Acachinanco. El recinto del templo mayor y la entrada por la cal­zada de Tacuba estaban en poder de los peninsulares y sus aliados. Ese día por la mañana se ordenó un ataque último y definitivo contra Tlatelolco. Alvarado acometió desde el po­niente y Olid desde el sur, pero los mexicanos no opusieron resistencia. Los sitiadores en­traron a Tlatelolco y los mexicas, en lugar de luchar, caminaron hasta sus enemigos para entregarse. Pronto se corrió la voz: el emperador Cuauhtémoc y algunos tecuhtin trataban de escapar en unas canoas hacia tierra firme, hacia Tepeaquilla o quizá a Azcapotzalco. Apresurados, los bergantines fueron en su búsqueda, lo encontraron y lo tomaron preso.
Los guaquecholtecas, encabezados por Verdugo y sus hombres, atravesaron el ba­rrio sur de la ciudad de México, penetraron al recinto del templo mayor y salieron por su puerta norte en dirección a Tlatelolco. Nadie se les opuso. Cruzaron el canal que separaba esa parte de la ciudad y se introdujeron por sus calles en busca de la plaza del mercado, donde se hallaba el palacio de Cuauhtémoc. Sólo hasta que atravesaron las primeras calles pudieron ver a algunos mexicas y tlatelolcas que ya los esperaban. Éstos, con sus armas abatidas, mostraban sus intenciones de no reanudar la lucha.
Quimichín estaba entre ese contingente de expedicionarios; su escuadra había sido reducida a dos personas: él y Zacánpatl, los otros dos habían muerto; no hubo una reorga­nización del ejército guaquecholteca. Muchas cosas han cambiado en estos días de guerra. Algunos capitanes indios portan espadas, jubones y calzas, Zacánpatl es uno de ellos. Quimichín podría tener una poderosa espada toledana, pero no la quiso comprar, confía más en su macuáhuitl, al que le atribuye su buena suerte.
La ciudad está en ruinas, la mayoría de las casas humean o yacen demolidas. La putrefacción de los cadáveres invade todo el ambiente. Quimichín y Zacánpatl avanzan sin saber muy bien a quiénes se habrán de enfrentar, no hay nadie a la vista. No es necesa­rio caminar mucho para encontrar a los primeros combatientes mexicanos y tlatelolcas; ha­bía órdenes de no atacar y no tomar prisioneros si no presentaban resistencia; sin embargo, muchos no están dispuestos a obedecer, el odio es una herida evidente.
De entre los escombros sale un mexica hambriento, pálido, aterrorizado. Ofrece su macuáhuitl y su chimalli a Quimichín. Éste le asesta un duro golpe con su macana, el me­xicano por instinto lo recibe con la rodela y cae de espaldas. El guaquecholteca in­tenta rematarlo pero su compañero lo detiene. Un charco de sangre empieza a rodear al derrotado; éste, con trabajos pide agua. De entre la compañía de guaquecholtecas salen voces contradictorias. Unas ordenan rematarlo; otras, continuar su camino; otras más, so­correr al moribundo. Zacánpatl empuja a su compañero y lo obliga a caminar.
Han recorrido unas cuantas calles y llegan a la gran plaza del mercado. El espectá­culo que contemplan no puede ser más terrible, todo está invadido de cadáveres y casca­jos, los tlatelolcas salen de los rincones para ofrecerse a sus enemigos, éstos los rodean. Los texcocanos aliados de los españoles gritan algunos insultos. Los mexicanos callan, al­gunos se ponen en cuclillas para indicar su sometimiento. Una última y doblemente inútil matazón pone el epílogo a este teatro. A ninguno de los que se entregan se le perdona la vida. Así concluye la conquista de la ciudad. Después, todo es silencio.
 
*Doctor en literatura española. Imparte clases en la carrera de Letras Hispánicas en la UdeG, Cusur.




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