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Dejé mis zapatos en Holbox


Puesta de sol en Holbox.

Salvador Velazco

A las nueve en punto

Domingo 05 de Septiembre de 2021 12:50 pm

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Esta que lees, amable lector, es la última entrega de la primera temporada de A las nueve en punto. Hace dos años exactamente, el primer domingo de septiembre de 2019, inicié estas colaboraciones que hoy llegan al número 50. Ha sido un gran placer para mí aparecer en este suplemento un par de veces al mes para hablar de cine, viajes, ciudades y literatura, temas que reflejan mis intereses, mis preferencias, mis afinidades. Escribir esta columna ha sido como un largo viaje que no he realizado solo: me han acompañado los lectores. A ellos va primero mi agradecimiento. Otra persona a quien debo dar las gracias por el apoyo incondicional que me ha brindado en estos dos años es Julio César Zamora, coordinador de Ágora, el procónsul como yo le digo con afecto. Se tiene bien ganado este apodo no solo por su nombre que nos remite a la Roma imperial, sino porque ha sido un gran dirigente del suplemento.
Hoy que se cumplen estos dos años es un buen momento para hacer una alto en el camino y tomar un poco de aire: escribir una columna de manera continua, aunque sea un quehacer muy grato y placentero, es una tarea ciertamente agotadora. El resultado de este esfuerzo pronto dará frutos: para todos los lectores a quienes les gustan mis artículos les informo que he decidido compilar todas las entregas de A las nueve en punto en un libro que saldrá bajo el sello de Puertabierta Editores. Agradezco de antemano a los responsables de esta editorial colimense que está cumpliendo 10 años de una fructífera vida, Salvador Silva y Miguel Uribe, por hacer posible esta publicación. Con todo, esta no es una despedida, pues mi plan es regresar más adelante con una segunda temporada de la columna. Y también estaré atento al llamado de Julio César por si hay algún número temático al que pudiera contribuir.
Comencé esta columna hablando de una pequeña isla ubicada en el mar Báltico, Fårö, la que se convirtió en el refugio, escenario y última morada del célebre cineasta sueco Ingmar Bergman (1918-2007), quien pasaba varios meses al año ahí, además de haberla convertido en el bello escenario de varias de sus películas. Cuando tuve la oportunidad de visitarla en 2017 entendí el amor de Bergman por esta isla de largos inviernos y cielos plomizos, playas pedregosas y solitarias, ya que al llegar ahí te invade una sensación de gran paz y alivio. Termino esta temporada de A las nueve en punto hablando de otra diminuta isla que está situada al norte de la península de Yucatán, donde termina el golfo de México y empieza el mar Caribe: Holbox. Al igual que Fårö para Ingmar Bergman, Holbox, esa suerte de paraíso con su selva tropical, lagunas y manglares, fue para mí un amor a primera vista. Al nombrarla evoco sus deslumbrantes playas de arena blanca y aguas de jade, sus pequeñas olas esculpidas por el viento y desmoronadas por el mar, sus gaviotas delineadas en el azul cobalto del cielo.
Mi mujer y yo comenzamos a planear este viaje a Holbox desde el mes de marzo de este año cuando finalmente pudimos vacunarnos contra el Covid-19. Un año antes, precisamente, en marzo de 2020 habíamos iniciado nuestro confinamiento como millones de personas en el planeta lo hicieron también para evitar el contagio del coronavirus. Los dos somos profesores universitarios aquí en Los Ángeles, por lo que pudimos seguir impartiendo las clases vía Zoom. Pero, después de más de un año de reclusión, necesitábamos salir al mundo. La ocasión se presentó gracias a que uno de los primos de Rebeca, mi mujer, nos invitó a su boda que iba a realizarse a fines de mayo en la Riviera Maya. Sería, además, un buen momento para ver a mis cuñados que viven en México. Convenimos con ellos en adelantar el viaje unos días antes de la boda para ir a Holbox.  
Hicimos un viaje por cielo, mar y tierra para llegar a la isla. Salimos del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles rumbo a Cancún en un vuelo que duró cinco horas. En Cancún ya nos estaba esperando Martha, mi cuñada. Tomamos un taxi que después de un trayecto de dos horas nos dejó en el Puerto de Chiquilá, lugar donde abordamos el ferry que nos transportaría a la isla. Treinta minutos después desembarcamos en Holbox justo a tiempo para contemplar la maravillosa puesta de sol. Nos asombraron esos últimos fulgores sobre la línea del mar a lo lejos: el azul del cielo abrazando un hermoso abanico de colores rojizos y ocres. En los días que estuvimos en Holbox el crepúsculo fue nuestra parte favorita. Además, abandonarse de espaldas en la blanca arena, recorrer la isla en bicicleta, comer esa exquisita pizza de langosta, visitar por las noches la plaza principal, subirse a los carritos de golf, fueron otras de las actividades que disfrutamos.
Una mañana me aparté del grupo familiar para disfrutar a solas del mar. Era justo al mediodía cuando estuve solo por largo rato en esas aguas de esmeralda. A mis espaldas el litoral de la isla se recortaba como un espejismo y al frente se dibujaba la línea del suave azul del cielo. Toda la malhadada pandemia quedó atrás como si hubiera sido tan solo una pesadilla. Me sentí nuevamente libre después de tantos meses de confinamiento. Ese mágico instante fue para mí como una suerte de renacimiento. Salí del mar, me metí a bañar, me puse ropa limpia y zapatos para ir a comer al restaurante del hotel. Me reuní nuevamente con la familia y me enteré del plan para esa tarde. Mi cuñado Toño nos tenía reservado un yate (según creí entender) que nos daría un tour por la Isla de la Pasión, un pequeño islote apartado de la civilización con supuestas playas vírgenes; Yalahau, un manantial de aguas cristalinas, y otra pequeña isla donde podríamos admirar bellos flamencos y el sublime crepúsculo, amén del sabrosito ceviche que nos iban a preparar.
Al enterarme del tour que teníamos para esa tarde, les dije a todos: “Por hoy no más agua para mí”, a lo que me respondió Toño: “Para abordar el barco hay un muelle así que no habrá necesidad de mojarse”. “Me parece perfecto”, le contesté. A las cinco de la tarde en punto llegamos al lugar señalado para tomar la embarcación. Desde luego, no había tal muelle, por lo que tuve que llevar los zapatos en las manos para caminar los 25 metros de mar que nos separaban del supuesto yate que, en realidad, no se parecía nada al de Luis Miguel. Era poco más que una lancha de pescadores, pero con un potente motor que al ir navegando por el mar dejaba entrar ráfagas de agua por todas partes. Yo, más que intentar librarme de la mojadera, veía con preocupación cómo se empapaban mis zapatos. No eran nuevos ni nada por el estilo, pero les tenía cariño porque me habían acompañado fielmente por muchas ciudades.
Terminado el recorrido, el capitán de nuestra lancha se ofreció a llevarnos directamente a la playa que estaba frente a nuestro hotel. Todos empezaron a saltar con alegría al mar que apenas si llegaba a la cintura. Yo, sin pensarlo más, me puse los viejos zapatos y me lancé al agua. Caminé esos cuantos pasos sintiendo que me pesaban los pies. Al llegar a la playa, volteé para contemplar el horizonte por donde se había metido el sol y luego fijé la mirada en los zapatos. Entonces recordé que los peregrinos dejaban sus botas al final del camino de Santiago como una muestra de agradecimiento. Por mi parte tenía mucho que agradecer, por lo que procedí a depositarlos en las suaves arenas como una ofrenda a la isla. Así fue como dejé mis zapatos en Holbox. 

Salvador Velazco



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