La escalera
Rocío Miranda
Viernes 10 de Septiembre de 2021 10:14 pm
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El
chirrido de la puerta del edificio, vieja y herrumbrosa, me recuerda cada
tarde –como si pudiera olvidarlo– el trayecto que me espera de camino a mi
cuarto: un pasillo estrecho y sinuoso que acumula basura en los rincones, lóbrego
en su eterna penumbra apenas rota por focos parpadeantes de luz neón (y que me
dan la sensación de ser fotografiado), la vieja desdentada que acuna en su
regazo a un babeante niño idiota, los chismosos de miradas aviesas atisbando mi
paso tras cortinas sucias y luidas o persianas rotas, los tipejos moneando en
las esquinas, espetando dos palabras soeces de cada tres, bebiendo hasta caer
inconscientes, el murmullo de televisiones que jamás descansan… y el olor, ese
olor nauseabundo a comida rancia mezclado con orines y mota, una peste que
parece incrustada en las paredes descarapeladas y que son muestrario de los
colores que han tenido. Y allá al fondo, esperándome, la maldita escalera de
herrería que sólo yo uso para llegar al único cuarto en la azotea: el mío.
Más
que esperarme, la escalera me acecha; sabe que he de usarla al menos dos veces
diarias y entonces cambia. Sí, cambia. Cada día me fijo bien cómo es para no
volver a caer: tiene, casi siempre, veinte escalones de herrería cubiertos por
baldosas resquebrajadas, pero a veces son menos o… más. Con frecuencia, en el
quinto da un giro de noventa grados hacia la derecha y luego, en el décimo,
gira hacia la izquierda. El último peldaño no tiene, generalmente, la baldosa.
Mirar ese agujero me abisma. Pienso que un día meteré ahí el pie por error y al
caer quedaré atorado como un muñeco maltrecho, descoyuntado.
Las
primeras veces cuando al bajar, por ejemplo, notaba que no faltaba la baldosa
en el primer escalón sino en el segundo, o el primer giro era hacia la
izquierda cuando de bajada debería ser hacia la derecha, ingenuamente atribuía
esas diferencias a mi condición distraída; seguro que no me había fijado bien.
Porque al principio los cambios eran tan sutiles, que me caía casi todas las
mañanas. Era natural, bajaba con prisa, confiando de manera inconsciente en la
memoria corporal, esa que nos hace ajustar el paso en el escalón menos alto…
Pero se daba el caso, precisamente, de que el menos alto era, de pronto, otro.
Los equívocos frecuentes me hicieron sentir atribulado; no eran nada más los
golpes de las caídas, sino una especie de miedo a estar perdiendo la razón. Y
no puedo hablar de eso con nadie.
La
propia escalera, sin embargo, me sacó de aquella congoja porque se puso audaz:
realizaba cambios tan notorios como eliminar todas las baldosas, o volverse de
caracol de la noche a la mañana. No pude sino aceptar que cambiaba para mí; tal
certeza me dio una enorme tranquilidad, por paradójico que resulte. Me di
entonces a la tarea de concentrarme, de no usarla de modo automático, sino
fijándome bien en cada paso que daba. Así evité caerme durante varios días.
Eso
debió frustrarla porque se volvió aún más osada, de plano retadora: empezó a
realizar los cambios en mis narices, conforme bajaba o subía. De pronto suprimía
un peldaño, lo hacía más alto o lo inclinaba, lo volvía estrecho o alargaba,
agregó giros en zigzag…
Para
protegerme he intentado hacer movimientos erráticos, impredecibles, como subir
de tres en tres o bajar de golpe varios o resbalarme por el barandal para ser
yo quien la sorprenda y no darle tiempo de cambiar. Aunque he adquirido
elasticidad y mejorado la concentración, el equilibrio y la coordinación, no ha
sido suficiente, aún me caigo de vez en cuando.
Algunas
mañanas, cuando logro bajar sin caer, alcanzo a ver por el rabillo del ojo un
gesto de decepción entre mis vecinos.