El predicador

Terlenka
Lunes 21 de Febrero de 2022 9:08 pm
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Tarde
o temprano cada persona, por reservada que sea, invitará a salir de sí al
predicador que lleva dentro. Es difícil que esto no suceda, ya que externar
juicios es una desagradable gimnasia humana. "Morir es tarea que lleva una
vida" (Franz Moreno); así que los juicios y opiniones que uno expresa a lo
largo de la vida son innumerables, contradictorios, superficiales o, meramente,
efímeros o evanescentes. Se tiene que predicar, pues tal acción es necesaria
para inventar órdenes civiles, éticos, religiosos, etcétera. Sin embargo, sería
conveniente, antes de revelar nuestros pensamientos y juicios, hacerle un poco
de espacio a la crítica y, si es posible, al pudor.
La
noción del pudor como una forma de practicar y dar pie a la civilidad es
bastante atractiva. Norberto Bobbio, en su libro Elogio de la templanza, decía que amaba a las personas moderadas
porque hacían más habitable el jardín civil. Estas personas, agregaba, no
tienen por qué considerarse pusilánimes, sino sólo seres que aprecian la
tranquilidad, la tolerancia y desprecian la competencia y la rivalidad
excesivas. El pudor va siempre en auxilio de esa moderación.
Yo
estoy de acuerdo y me resultan insoportables los predicadores de tiempo
completo. Los que, además, están seguros de poseer una idea del bien única,
sólida, incorruptible y no dudan en predicarla o imponerla a oídos de los
demás. De cualquier forma, la prédica moderada y crítica no se practica en la
vida política, allí donde los hechos tendrían que valer más que las fastuosas
nociones del bien o de la verdad ética.
Simone
Weill escribió algo que me parece notable –entre tanta digresión metafísica a
la que era adicta–: decía ella que para amar se requiere la distancia, la
separación entre quien ama y aquello que es amado. Partiendo de la idea
anterior habría que rechazar la unión religiosa, mística, entre la realidad y
lo que uno piensa o supone que es esa realidad. Algo así tiene que ver con lo
expresado aquí arriba, es decir, la moderación en los juicios contiene en sí
una distancia entre el juez y lo que se enjuicia, ya que, sólo de esa manera,
se podría consentir que existiera algo así como el amor civil, o amor por el
pueblo, o por los desprotegidos.
Si
uno quiere poseer el objeto amado hasta fundirse con él, no hará más que
destruirlo o debilitarlo. Si uno considera que existe el pueblo, entonces
debería, creo, mantener una distancia amorosa hacia este pueblo y dedicarse a
cultivar ese amor a través de la distancia crítica y de las acciones que
mejoren el jardín civil donde tal amor se cultiva. Hay mucho que trabajar para
el bien común y mucho menos que predicar.
Es
imposible no predicar sobre la vida en común, pero si a ello se añade pudor y
moderación, y una mínima distancia, creo que los despropósitos en general
disminuirían. Y digo que es imposible dejar de predicar, pues los humanos son
agentes morales antes que nada y expresan su moralidad con palabras. Esa
moralidad –escribió Iris Murdoch– no es otra cosa que intentar pensar claramente
y ocuparse después de las relaciones que uno tiene con el resto de los seres
humanos: "Como agentes morales tenemos que intentar ver con justicia,
superar el prejuicio, evitar la tentación, controlar y dominar la imaginación y
dirigir la reflexión".
Esta
especie de prédica de Murdoch (tomada de su libro La soberanía del bien) no es vana ni tampoco habría que arrojarla
al cesto de la basura. Palabras como "justicia", "arte",
"pueblo" están allí para ser correspondidas o fundamentadas con
acciones, críticas, obras, y no sólo para convertirnos en derrochadores de
juicios apresurados e inquisitoriales. Nadie sabe qué es el amor o el bien
(sería un dios), pero es posible que consideremos ciertas acciones como
amorosas o bondadosas. Sólo los hechos pueden ser juzgados, como lo creía
Wittgenstein. Yo no sé qué sea el pueblo, pero sí podría arriesgarme a decir
quiénes están jodidos y qué clase de acciones son recomendables para remediar
su situación.
Vuelvo
otra vez: se requiere un poco de distancia a la hora de amar y de juzgar. De lo
contrario la pasión mentirosa se impone, puesto que la pasión puede utilizar
palabras para mentirse a sí misma y mentir a los demás. Yo me iría con cuidado.