¿Qué había en la tumba siete?
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Martes 01 de Marzo de 2022 11:34 am
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Tumba siete*
Sergio
Briceño González
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Desde
el patio interior del restorán del vasco, Sara y Pilar le dieron el último
trago a sus ciriales, carraspearon y se levantaron hacia el barandal para
observar a los mixtecos del zócalo ofreciendo pequeños juguetes, mientras caía
la noche en los árboles donde empezaban a refugiarse los zanates entre
graznidos y defecando sobre la gente en la acera de las cafeterías. Al palacio
de gobierno lo asediaba un grupo de manifestantes exigiendo justicia mediante
grandes letreros con caligrafía de niños de primaria, y abundaban las casas de
campaña y un olor a suciedad y polvo se dispersaba por el aire.
Atendido por un vasco panzón y dicharachero, el
restorán servía un menú de platillos españoles, entre los cuales asomaban
tímidos chapulines, gusanos de maguey y el guacamole que tanto solicitaban los
clientes extranjeros, en especial franceses y canadienses que pasaban breves
temporadas en la ciudad. Las tlayudas no se vendían ahí sino en modestos
comedores y los tamales de amarillo con champurrado podían conseguirse muy
temprano en la mañana en el mercado o con señoras que cargaban sus productos
acompañadas de achichincles, por lo general sus propios hijos.
Un par de días antes Armando nos había contado la
historia del descubrimiento de la tumba siete, aunque los cuarenta minutos de
vuelo desde la Ciudad de México me habían servido para hojear el número
especial que Arqueología Mexicana dedicó al hallazgo, compuesto por numerosas
ilustraciones a detalle de los objetos del tesoro y notas de Alfonso Caso,
además de un plano con la ubicación original de las reliquias tal y como habían
sido encontradas. Aunque nos habíamos retrasado varias semanas en espera de la
licencia de intervención, había valido la pena porque el clima ahora estaba
radiante, con un sol bondadoso y una temperatura soportable.
Con camiseta de las Chivas y tenis negros con tacos el
arqueólogo nos explicó que Juan Valenzuela se había ofrecido a entrar al
sepulcro porque era más ágil que Alfonso y que fue él quien vio con su lámpara
de pilas los sartales destellando en el suelo de arena y algunos de los
brazaletes que portaban las osamentas. Cuando el tesoro fue enviado al Museo
Nacional en la Ciudad de México se reportaron también piezas de una resina
vegetal muy parecida al ámbar pero negra, copas de alabastro, huesos de jaguar,
bezotes de jade, cuencos de cristal de roca, objetos de plata y cobre, enormes
collares de turquesa, navajas de obsidiana, malacates de barro y monumentales
perlas conocidas por los mixtecos como corazón
de la concha. También había pulseras, pectorales, discos y anillos de
coral, sonajas de caracoles, hilos con cuentas de oro, fémures y maxilares
humanos con extraños símbolos grabados, torsales de colmillos y muelas de
jaguar de oro macizo.
Sentado en los escalones de la cripta Armando continuó
diciendo que en la antigüedad se tomaba a los contrahechos como encarnaciones
de Xipe Totec, nuestro señor el desollado,
a quien se asociaba a la primavera, las enfermedades, la renovación y las estaciones
del año, pero también al amor, los sacrificios humanos, la riqueza y la
fertilidad. Un dios que además protegía a los orfebres y cuyos atributos
incluían una sonaja y una falda de hojas de zapote.
*Nombre de la novela escrita por Sergio Briceño González, publicada por
Puertabierta Editores, y de la cual presentamos un fragmento del capítulo 1.
Este miércoles 2 de marzo se presenta la obra en el Museo Fernando del Paso, en
la ciudad de Colima, a las 19:00 hrs.