Las momias de Juárez
Domingo 12 de Junio de 2022 8:26 am
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CON la investigación que hice sobre Joaquín Francisco Zarco Mateos, “Francisco Zarco”, por el “día de la libertad de expresión” en nuestro país, encontré información, para mí, perturbadora. ¿Qué fue? Pues la necrofilia de aquella sociedad decimonónica; no exclusiva, aclaro, pues se ha dado en otros tiempos y lugares, pero sí característica del siglo XIX. Una afición quizá justificada por el cientificismo de la época. Así, hallé a personajes que, contra lo que hubiera sido su voluntad, ya fallecidos, sus cuerpos fueron tratados para conservarlos. Una suerte que no merecían. Por cuestiones de espacio solo referiré parte de la historia de dos (a Zarco le dedicaré un capítulo especial).
Fernando Maximiliano José María de Habsburgo-Lorena. En mayo de 1864, Maximiliano y Carlota, provenientes de Europa, arribaron a Veracruz en la Novara, fragata que tres años después se regresaría con los restos del que fuera el segundo emperador de México. Su recibimiento fue fastuoso; su desenlace, trágico. Maximiliano vino y se enamoró de México y su cultura, al principio fue arropado por la alta sociedad, misma que lo abandonó. Maximiliano fue fusilado, junto con Miramón y Mejía, con quienes había sido encerrado en un calabozo del convento de las Capuchinas de Querétaro.
Eran las seis de la mañana del 19 de junio de 1867 cuando el silencio fue interrumpido. El emperador y sus generales, en carretelas, fueron llevados al Cerro de las Campanas. Llegaron al pie de la cuesta y desde ahí, escoltados, caminaron al frente; alguno iba llorando mientras en desorden la gente arribaba. A las seis y media, los tres se pararon sobre las cruces que marcaban sus destinos; luego de unas palabras, Maximiliano cedió su sitio del centro a Miramón, quien lo tomó en lo que Mejía, callado, sostenía la vista al frente. En voz alta el fiscal leyó la condena.
Cinco impactos de bala se alojaron en el cuerpo del emperador que, al caer, se partió la frente. Minutos más tarde, los tres fueron recogidos y se les condujo de regreso al convento para ser exhibidos en el piso de una sala baja, luego de unas horas fueron envueltos y colocados en un cajón de madera. Maximiliano era alto (1.87 metros), demasiado para el féretro hecho para el mexicano promedio; sus pies sobresalían.
Después de un terrible proceso de embalsamamiento que llevó una semana en Querétaro, el cadáver fue trasladado a la Ciudad de México, penoso tránsito de 214 días en los que le pasó de todo para llegar casi pudriéndose. Tan deplorable era su condición que Juárez, indignado y suponiendo un reclamo, ordenó otra taxidermia, proceso que concluyó en noviembre de 1867. El cuerpo permaneció en la capilla de San Andrés hasta el 12 de ese mes, cuando el comisionado de la Casa de Austria llegó a recuperarlo. Sus restos reposan en Viena.
José Tomás de la Luz Mejía Camacho, mejor conocido como Tomás Mejía, nació el 17 de septiembre de 1820 y fue fusilado junto con Miramón y Maximiliano I en el cerro de las Campanas en Querétaro, el miércoles 19 de junio de 1867; tenía 47 años de edad. De origen Otomí, fue un militar mexicano. Nacido en un pueblo de la Sierra Gorda de Querétaro, experto en caballería, se caracterizó por su temple arrojado y liderazgo natural, combatió contra los apaches, los norteamericanos intervencionistas, los caciques en la guerra de castas, fue general de división y del ejército imperial.
Huyendo de San Luis Potosí, plaza tomada por Mariano Escobedo al que antes él había perdonado la vida, llegó a Querétaro cansado y enfermo para dar frente, junto con Miramón, a la llegada del emperador Maximiliano. Sitio que terminó el 15 de mayo de 1867 con la derrota y captura de los tres que, juzgados, fueron condenados a muerte para ser fusilados el miércoles 19 de junio de 1867 en el Cerro de las Campanas en Querétaro.
A Mejía le sobrevivió su esposa, Agustina Castro y su hijo, un bebé. Su viuda solicitó el cadáver, pero al carecer de dinero, cuando recibió el cuerpo embalsamado de su marido, no tuvo de otra más mantenerlo con ella sentado en una silla en la sala de su casa durante tres meses. Enterado de la situación, el presidente Juárez ordenó la dispensa de los gastos funerarios. Mejía descansa en el Cementerio de San Fernando.