Tiempo de huracanes y tragedias
Domingo 16 de Octubre de 2022 8:05 am
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CON referencia documental desde el siglo XVII, tenemos entre los de mayor impacto a uno, el de la madrugada del 26 de octubre de 1626, meteoro que por espacio de 5 horas azotó la costa de la Villa de Colima, destechando, tirando casas y arrasando con los más valiosos cultivos de la época, como los vastos cocotales en explotación regional desde mediados del siglo XVI, y a los incipientes palmares criollos, cuyas huertas en la región fueron arrasadas con su medio siglo de desarrollo. Al parecer en el siglo XVIII se diversificó temporalmente o la incidencia no trascendió para su radicación temporal.
El siglo XIX registra cuatro fuertes ciclones en octubre, el de 1812, un 15, por el que hubo deslaves e inundaciones que afectaron las zonas bajas de todo el territorio costero; los de 1881, del 27 y 1889, el del 19, que por tanta agua que bajó rumbo al mar, desbocada y en crecida, prácticamente se llevó los puentes de mampostería que ya con algo de ingeniería europea funcionaban habilitados a lo largo de arroyos y por el principal cuerpo de los ríos Colima y Armería; y el del 22, pero de 1890, aquel que impactó principalmente al puerto de Manzanillo.
Ya más acá, en el siglo pasado, esta temporada también trajo varios huracanes, empezando por el del 6 de este mes en 1906, el que, por los graves daños a las instalaciones, infraestructura y maquinaria de la hidroeléctrica, postergó durante 2 meses más la prestación del anhelado servicio de energía eléctrica que se generaría proveniente de la planta de El Remate. Otro que también pegó cerca fue el conocido como el del “año de la tromba”, del 21 de octubre de 1930, que, con efectos en la costa de Colima, principalmente afectó a los vecinos del litoral michoacano.
Sin omitir el de 1942, presente entre el 4 y 5, dejando al paso muerte y cuantiosas pérdidas, sumado, como fue, a la catástrofe del terremoto de año y medio atrás, que en Colima había reducido a los pueblos y las dos ciudades del estado a escombros. Aquí cabe recordar aquel que coincidiendo en el día 15 con el de 1812, esta vez dio inicio ese día, pero del año de 1955, para prolongarse con fuertes rachas de viento que todo levantaban, y un torrencial e incontenible aguacero que duró 3 días, según recuerdan nuestros padres que lo vivieron siendo jóvenes o niños.
De esa vez, por la intensa lluvia, no se olvida la tragedia del pueblo de Atenquique, cuando un alud de tierra y piedras, tras el bramido de la montaña, rompiéndolo todo, bajó incontenible para borrar iglesia, escuela, mercado y varias casas, dejando destrucción con dos docenas de víctimas fatales entre sus habitantes. No obstante, hay otra fecha que la fatalidad repite, es la del 27, la primera, como se anota, de 1881, y, la segunda, latente aun, de 1959, cuando luego de impactar en Manzanillo, donde dejó graves daños, una porción de la cabecera municipal de Minatitlán fue borrada por la avalancha de piedras y lodo derrumbados de los cerros aledaños, mismos en cuyas faldas sigue asentándose la población que, tras ese hecho, perdió a casi 300 de sus vecinos entre adultos y niños.
El último gran fenómeno hidrometeorológico que fijó en esta región fue Jova, cuyo saldo, luego de su entrada a tierra el 12 de octubre del 2011, hace 11 años, fue de 8 defunciones entre Jalisco y Colima, con cuantiosas pérdidas materiales después de 2 días de vientos huracanados y una precipitación histórica que anegó todo el territorio occidental pero principalmente la zona costera de Jalisco, Michoacán y Colima.
Traigo lo anterior sin pretender, aclaro, una cronología científica, sino porque me llama la atención que esta temporada, la de octubre, se tenga como la de mayor incidencia de fenómenos climáticos de este tipo, al menos de los conocidos, hechos que ante nuestra permanente vulnerabilidad suelen resultar de alto impacto y muchas veces catastróficos cuando por sí no debieran, pero como sociedad nos negamos a aprender, a corregir y hacer lo que se debe y exigir a quienes corresponde a que se haga y se haga bien, atenidos a la suerte, “a la buena de Dios” y, de paso, a olvidar, bajo el supuesto de que no volverá a pasar.