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Ana Rosa García Mayorga y sus memorias del corazón



Ada Aurora Sánchez

Martes 03 de Enero de 2023 10:09 pm

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El día en que Ana Rosa García Mayorga bajó a la parte sur de la ciudad a contar sus memorias del corazón, ya era diciembre, para mayores señas 17, y las noches eran espesas y tempranas, como para invitar al recogimiento. Todavía no hacía frío, lo que se dice frío, pese a que era invierno, porque simplemente en Colima el invierno es un vientecillo helado cuando bien nos va. La mayor parte del tiempo hace calor y la gente se abanica hasta la madrugada, mientras duerme con ropa ligera y las ventanas abiertas. Decía, pues, que Ana Rosa García Mayorga bajó al sur de la ciudad, allá por la calle José Antonio Díaz, 232 para ser exactos, a contar historias de su natal Colombia, con un pilón cubano, que agradecimos los numerosos asistentes.

En El Patio, espacio alternativo para el teatro, el cine y el arte en general, que Pacho Lozano y Maricarmen Cortés han levantado con tesón y pasión inquebrantables, se puso Ana Rosa a repartir historias como si se tratase de regalos de Navidad. Ahí estuvimos un montón de sus amigos, parte de los que habíamos cancelado posadas, convivencias familiares y otros asuntos por oírla contar historias de Guamal, su pueblo de infancia en la costa atlántica de Colombia. ¿Quién se perdería aquel lujo? ¿Aquel histrionismo y al mismo tiempo naturalidad en el escenario?

En 1970, Ana Rosa vino a vivir a México y, en 1988, decidió radicar en Colima. Se le reconoce como pilar del arte en nuestro estado. Arriesgada, crítica, innovadora, no ha cejado nunca en su intento por transformar vidas con el arte, pues, como señala, no forma artistas, sino ciudadanos con sensibilidad artística para afrontar el diario vivir con sus altibajos y desencantos. Así, a partir de talleres de narración oral y arte, la profesora creó en Nogueras, Comala, la Unidad Lúdica “Margarita Septién” para alimentar durante años el espíritu de cientos de niños y niñas, muchos de los cuales, por desgracia, vivían la violencia en sus hogares.

Si borda, si pinta, si habla, Ana Rosa crea arte; si te mira, te empujará a seguir adelante, a crear, a reconstruir. Ana Rosa es una osa rana, ruge y salta, disfruta las mieles de los panales de la vida, y juega bajo la lluvia o entre las piedras de los ríos. Es una niña de pequeña estatura, menuda, de pelo corto, con zapatos de piso. Su elegancia está en el collar que usa y en las manos que mueve de un lado para otro a fin de acentuar el bamboleo de un barco, la amplitud del cielo o las sinuosas formas de una dama. Es incisiva como un venablo; perspicaz como un sabueso, y jacarandosa como una buganvilia de campo cuando celebra sus ocurrencias o las de los demás. Da la impresión de que es inagotable, como sus historias, quizás porque apenas tiene ochenta y seis años.

La inagotable apareció en el escenario entonces. Lo primero que hizo fue sentarse en un equipal de cuero que estaba en el centro de la tarima y junto al cual aparecía un cajón por mesa, con un jarrón con plantas, un vaso y una jarrita para agua. Sonriente, como si nada, nos dijo que compartiría historias de su Colombia, quien quisiera preguntar algo, que lo hiciera (atrás de ella, una hamaca colgada de lado a lado me recordó a Dita, mi abuela yucateca).

Ana Rosa pronto nos hizo sentir en casa, con esa cercanía que tuvieron siempre los trovadores y los contadores de historias con el pueblo. No tardó ni diez minutos en provocar el embeleso de los asistentes cuyos rostros yo espiaba de tanto en tanto, maravillada del efecto de las memorias del corazón y de esa dulce complicidad que se experimentaba entre quienes éramos testigos de algo extraordinario, devorador, atrapante. Ana Rosa nos habló del río de La Magdalena, el mismo que describe García Márquez en El amor en los tiempos del cólera, ese que ella recordaba, de niña, imponente, bajando por una montaña, y luego se volvió, con el paso de los años, una lágrima tembeleque, a punto de extinguirse. Nos habló de un forastero guapo, audaz, rico, que enloqueció a las mujeres, pero traicionó las expectativas del pueblo, el mismo que vino a enamorarse de María Pocillos, llamada así por su propensión a colocarse los brazos sobre los costados, retadora y sensual, como si se tratase de las azas de un pocillo para el café. Nos relató los contratiempos de ese amor endiablado, que trajo al pueblo la maldición de pequeños seres que se alimentaban de alfileres y agujas, y no desaparecieron hasta que una niña descubrió que morían con un puñado de sal esparcida sobre sus cuerpos.

En las historias salieron a relucir los gitanos que vendían caballos en su pueblo, una mujer a la que nombraban La barranca y preparaba las arepas más ricas y exitosas de todo Colombia, hasta que se descubrió que en la batea en que vendía las arepas se aseaba sus partes íntimas y reciclaba el agua para los productos alimenticios que tanta gloria le proporcionaban…

Ana Rosa contaba una historia y abría un espacio para preguntas. Y el público inquiría acerca de las causas por las que el río La Magdalena había dejado de ser lo que era antes; por Enrique, el hermano de Ana Rosa que se hizo gitano; por los prejuicios en contra de los inmigrantes, por lo que hizo o dejó de hacer García Márquez por Colombia… Y ahí vimos, clarito, clarito, que toda historia, como la literatura, es aprendizaje, conexión de múltiples saberes y reflexiones, empatía, movimiento interno que transforma.

La inagotable contestaba las preguntas de los asistentes y dejaba el anzuelo de nuevas historias; escuchaba lo que el público compartía sobre el cine de los gitanos en Coquimatlán y en Manzanillo, por ejemplo. Todos estábamos alegres, unidos por el encanto de sus historias, el innegable poder de la palabra oral y primigenia. Nos alentaba volver a lo básico: hablar y dejar salir lo que llevábamos dentro en una suerte de espiral lingüística, inmemorial y efervescente.

Ana Rosa caminaba por el escenario, sonría, aceptaba las interrupciones del público, que se había abrogado la potestad de corregir a la narradora, de ofrecerle palabras cuando se detenía una milésima de segundo para pronunciar con más fuerza algo. No había remedio: el público había hecho suyas las historias de Ana Rosa y se metía en ellas, para dejar su propia huella. La inagotable volvía a sonreír, sabía bien que esto siempre pasaba, es más, es lo que buscaba lograr al final, que la gente contara sus propias historias, que saliera de El Patio muy habladora, reflexionando en que hay similitudes entre las narraciones colombianas y colimenses, en que es chiquito el mundo y en que todo lo que se acompaña de palabras relucientes causa gran alboroto, como cuando el gitano Melquiades, de Cien años de soledad, llegaba a Macondo a anunciar sus inventos y herramientas, y José Arcadio Buendía dejaba sus labores por mirarlo y aplaudirle la magia de desenterrar tesoros con imanes.

La tarde-noche del 17 de diciembre todos los que fuimos a la casa de Pacho y Maricarmen salimos desenterrando nuestras historias familiares, la del abuelo andariego que fue por cigarros y se despareció por años, la de la tía quedada a quien después de muerta le descubrieron un baúl lleno de cartas de amor intercambiadas con un personaje prominente, o la del primo que es guía de turistas en las islas de la Polinesia. Todos salimos sintiéndonos una Rosa, un Melquiades, una fuente inagotable de historias para compartir y alcanzar un nuevo año, uno más esperanzador que el 2022, uno con manos blancas, cálido como el clima de Colima y sus nostálgicas palmeras.

 

Ada Aurora Sánchez



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