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Desde la ventana de los recuerdos; Velasco Curiel y mi chivo



Domingo 12 de Marzo de 2023 8:37 am

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FINALIZABA 1962, mi padre era presidente del comisariado ejidal de Buenavista, comunidad del municipio de Cuauhtémoc donde vivíamos y de la que somos originarios. En aquellos tiempos el gobernador era Francisco Velasco Curiel, compañero de mi padre en el aula de la primaria durante el primero y segundo grados, que fueron los únicos que por razones de pobreza pudo cursar mi padre. Él platicaba que alcanzaba mejores calificaciones que Pancho, que eran buenos amigos y que, sobre todo, en segundo grado le ayudaba con las tareas.
El Gobernador mantuvo siempre gran afecto y amistad con mi padre y con toda nuestra familia. Con relativa frecuencia, de repente, llegaba en la mañana a almorzar lo que hubiera, huevos fritos o frijoles de la olla con queso. Eso sí, nunca faltaban las sabrosísimas tortillas recién hechas a mano por mi madre. Menos frecuente, pero ocurría, cada 2 o 3 meses, el Gobernador y mi padre se ponían de acuerdo para armar una gran comelitona en el gigantesco patio de mi humilde casa, sombreado por aquel frondoso huizilacate. Un día, desayunando se pusieron de acuerdo para reunirse a comer 3 días después. Escuché cuando mi padre le dijo: “Nos vamos a comer un chivito de veras gordo y tiernito. Chema Ochoa lo preparará. Ya sabes, Pancho, lo sabrosa que prepara la birria”. “De acuerdo, Tacho, yo me traigo las bebidas”. Así quedaron.
¿A cuál chivo se refería mi padre? A uno que desde pequeño me regaló mi abuela porque quedó Pepe (murió su mamá) y yo lo crie dándole primero leche en biberón y después trayéndole del campo pasto, siempre verde, y llevándolo a que comiera chilillos y hojas de huizache. 
Efectivamente, estaba gordo y tiernito, como decía mi padre, pero además estaba hermoso, y en extremo chiqueado conmigo, me seguía donde me veía y, cual perro, gustaba echarse a mis pies y jugar con sus incipientes cuernos a rascarse en mis pantorrillas. Bajo ninguna circunstancia aceptaría que lo hicieran birria, así fuera el invitado el Presidente de la República, don Adolfo López Mateos, o el propio Papa Juan 23. Al escuchar a mi padre me quedé aterrado, pero nada dije, quería romper en llanto y protestar, pero no lo vi conveniente.
Más sereno, en la tarde que llevé a pastar a mi chivito, urdí mi sencillo plan: Chema, el birriero, llegaría el día del crimen como a las 4:30 de la madrugada para empezar por sacrificar al chivo, destazarlo y desollarlo, pero yo, la noche previa no dormiría y, a eso de la 1 de la madrugada me levantaría y llevaría mi chivito a esconder a un sitio lejano, “un mogote”, donde lo amarraría para que no regresara hasta que fuera por él.
Así lo hice y funcionó. Cuando llegó el birriero preguntó a mi padre por el animal, mismo que había desaparecido. “No es posible”, dijo mi padre, al tiempo que ordenaba despertarme (me estaba haciendo el dormido) y al levantarme preguntarme por el chivo. Resistí toda presión que me obligara a confesar, me dije extrañado y simulé buscarlo por los alrededores, entre las sombras de la noche de aquella fatídica madrugada. Se hizo de día, salió el sol y se empezó a elevar y andavete de chivo. 
Pasadas las 8 de la mañana mi padre resolvió comprar otro, pero Chema le dijo que ya no alcanzaba a tener la birria para la hora que se ocupaba, por lo que no tuvo más remedio que matar dos guajolotes (pichos) y varias gallinas, para salir del paso. Aprovechando que mi papá estaba muy ocupado atendiendo su visita, por la tarde me desaparecí unas horas para llevar a pastar a mi chivo y que tragara agua. Luego lo volví a amarrar y regresé a mi casa para ver cómo estaban las cosas.
El Gobernador de todas formas estuvo a gusto, poco antes de anochecer decidió marcharse y oí cuando mi padre le decía, a manera de despedida: “Has de disculpar, Pancho, que no hubo birria”; “no te preocupes, Tacho, sirve que vengo de nuevo cuando aparezca el chivo”.
Oscureciendo regresé al escondite, liberé al animal y éste corrió feliz hasta llegar a la casa. Muy temprano, al siguiente día, mi papá vio al chivo feliz y retozando. Mi padre sabía que yo lo había ocultado y se la aguantó, dejando que me confiara. Pasados 15 días, de repente, a las 5 de la madrugada me despertó un horrible grito de dolor que se fue ahogando. Salté de la cama y corrí hacia donde tenía mi chivito… demasiado tarde, mi animalito ya estaba colgado de un árbol con la cabeza hacia abajo, degollado, y todavía con algunos estertores y movimientos reflejos. Enfurecido, encaré a mi padre y le dije: “¡Mejor me hubiera matado a mí!”. Inmediatamente hui. Verdaderamente, a mis 8 años, quería morirme. A esas horas de la madrugada me fui al mogote donde 15 días antes había resguardado a mi chivo.
Mucho tiempo pasó para que asimilara tan demoledor golpe. Al final, medio me consolaba la satisfacción de haber prolongado la vida de mi chivito 15 días y la venganza de que mi padre no pudo cumplirle ese día al Gobernador y éste había tenido que conformarse con comer pichos y gallinas.
*Con la autorización del autor, se reproducen las historias de este libro publicado por Puertabierta Editores.

Arnoldo Vizcaíno Rodríguez



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