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Desde la ventana de los recuerdos: Me la ganaron los gringos



Domingo 07 de Mayo de 2023 8:49 am

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TRANSCURRÍA el año de 1980, felizmente vivía en Tijuana, donde me desempeñaba como profesor de primaria, secundaria, prepa, normal, pero no es de eso de lo que quiero platicarles. 
Era fin de semana y viajé a Los Ángeles (lo que hacía con relativa frecuencia) a visitar a unos parientes. El caso es que circulaba en mi flamante Plymouth Satellite 76 por la avenida Huntington Park, en dirección oeste de la ciudad conurbada de Los Ángeles, que llevaba el mismo nombre de la avenida.
Era la primera vez que conducía por esa zona, cuando, de pronto, a media cuadra vi cómo un par de peatones cruzaban la calle sin pena ni gloria. Con cuidado los esquivé, sin darme cuenta de que a media cuadra había un semáforo, en esos momentos en rojo, por lo que las personas cruzaban sin pendiente. De inmediato me alcanzó una patrulla, y a las veinte mil entendí lo que había pasado, pues los policías no hablaban español y yo no hablaba inglés. 
Inútilmente les explicaba que, por estar el semáforo a media cuadra y ser la primera vez que por ahí circulaba, no lo había visto. Me infraccionaron y me fui fúrico, jurando jamás volver a manejar por esa avenida, lo que hasta la fecha he cumplido.
Platiqué lo acontecido a un amigo radicado en San Diego y me dijo que no me preocupara, que llegaría en aproximadamente 15 días hasta mi casa, en Tijuana, una notificación, diciendo cuánto y dónde debía pagar, que serían entre 80 y 90 dólares. Esperé mucho tiempo, y como a los 3 meses me llegó la notificación pero con un cobro de casi 300 dólares, por lo que nuevamente consulté a mi amigo, diciéndome él que me multaban porque esa era la tercera notificación, lo cual era falso: era la primera. 
Mi amigo me recomendó que acudiera a la Corte, afirmando que en Estados Unidos sí había justicia, no como en México, donde privaba la impunidad y la mochada. De ingenuo me lo creí; craso error.
Pasados 2 meses, ya estaba en la antesala de la Corte en Los Ángeles. Mi abogado de oficio había insistido en que lo mejor, para que eventualmente se me pudiera condonar el pago, era que ante el Juez me declarara culpable.
—Pero, ¿por qué, licenciado?, si esta es una injusticia, me cobran de más y nunca fue mi intención cometer la infracción. Yo quiero explicarle al juez las circunstancias y particularidades, defenderme, hacer el deber —le dije.
—Eso regularmente no es bueno aquí en Estados Unidos, porque es ponerse con Sansón a las patadas —respondió el abogado.
El Juez que desahogó mi caso creo que atendía sólo a latinos, porque antes que a mí, desahogó cuatro casos, todos de paisas. Las tripas se me revolvieron, pues conocí de cerca la “justicia gringa” y la personalidad de muchos de nuestros paisanos (pienso que de la mayoría). 
El acusado empezaba por reconocerse culpable ante la soberbia pregunta del Juez sobre el particular. “Sí, su Señoría, me declaro culpable”, era la respuesta apocada y humillante de los paisas. Luego continuaban diciendo, palabras más, palabras menos, lo siguiente: “Pero yo quisiera que usted me ayudara, fíjese que soy muy pobre y tengo mucha familia y no podría pagar la multa, yo le pido, Señoría, humilde perdón, y le juro que no vuelvo a cometer esa falta”.
El juez, soberbio, con su capuchona como falda negra hasta los tobillos y su toga del mismo color, derramando engreimiento e irguiéndose como el máximo perdonavidas, finalmente expresaba, magnánimo: “Otorgo el perdón... el caso siguiente”.
Tocó mi turno, y de volada salimos de pleito ante mi respuesta cuando el zopilotón preguntó si me declaraba culpable, respondiéndole con energía y claridad: ¡No, señor!
—¿Qué dice usted? —me espetó.
—Que no me declaro culpable, señor.
Eso bastó para que el pajarraco montara en cólera diciéndome con rabia: “pues explíquese”; “claro que sí, señor”, respondí.
Y le explique las particularidades: que era la primera vez que circulaba por esa avenida, que eran como las 6 de la tarde y el sol me encandilaba, que era un semáforo a media cuadra, que no lo vi, que los policías no me escucharon porque ninguno hablaba español, que la notificación de mi infracción no llegó oportunamente, etcétera.
—Evidencia insuficiente —dijo el enrabiado zopilotón, y agregó— debió ver letreros y otras señas.
—No sé inglés, señor —respondí.
—Pues tiene obligación de saberlo porque viene a un país donde esa es la lengua oficial.
—Al cruzar la frontera para internarme en su país, en ninguna parte vi que se dijera que es obligatorio hablar su idioma. A estas alturas, el tipejo estaba verde de cólera, no entendía cómo era posible que no me humillara. Finalmente dijo: “Se le cita para dentro de 15 días para que conozca mi sentencia”.
Y allá va el nango 2 semanas después a conocer el veredicto. Se le sentencia –dijo el zopilotón– al pago de 945 dólares o 15 días de cárcel, haciendo trabajos comunitarios y yendo a la escuela, ¿qué responde?
—Que tengo mucha escuela, señor, quizás más que usted.
—¿Pagará la multa?
—¡Sí!
—¿Trae suficiente dinero con usted?
—¡Traigo eso y más! —le contesté.
No era para tanto, sólo traía mil dólares, pero el caso era hacerlo rabiar y no humillarme. Finalmente, los 55 dólares que me sobraron me ajustaron para regresar a Tijuana y comer – junto con mi vieja– unos deliciosos tacos poblanos; a la chingada con sus pinches hamburguesas apestosas. Fue así como… ¡me la ganaron los gringos!
*Con la autorización del autor, se reproducen las historias de este libro publicado por Puertabierta Editores.

Arnoldo Vizcaíno Rodríguez



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