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El Centinela: tierra brava y pródiga*


Las hermanas Ochoa Gutiérrez (Ana Celia, María del Carmen, Esther, Rosa María, Martha Leticia, Luz Alicia, Sylvia Margarita, Patricia y Ma. Gabriela.

Foto Internet

María del Carmen Ochoa Gutiérrez

Sábado 01 de Julio de 2023 9:06 pm

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El rancho El Centinela estaba situado en un rinconcito del estado de Colima, en los límites con Jalisco, entre la ribera del río Marabasco y el océano Pacifico. Lejos de toda civilización, con pocos vecinos, sin ningún servicio: una selva inhóspita, millones de zancudos, alacranes y víboras. Las únicas vías de comunicación eran con Manzanillo o Cihuatlán, a través de una rústica brecha intransitable en temporada de lluvias.

Cuenta la leyenda que el nombre de El Centinela proviene de un montículo de alrededor de 300 metros, situado en la ribera del río Marabasco, en el que siempre había un vigía. Este “centinela” alertaba a los lugareños de la llegada de los piratas, quienes se detenían a proveerse de agua y animales de caza para sus alimentos, haciendo destrozos, violando y quemando las pobres rancherías de su ribera. Entraban por Barra de Navidad, a lo largo de un brazo del río Marabasco que en aquellos tiempos era navegable.

En los años treinta, mientras administraba una hacienda en Cuyutlán, mi padre, Gabriel M. Ochoa, recibió un ofrecimiento del señor Margarito Ramírez. Él era jalisciense de nacimiento, ferrocarrilero de profesión, cuya gran hazaña había sido ayudar a escapar al general Álvaro Obregón del sitio de Celaya, al proporcionarle un uniforme de garrotero e idear amarrarle una linterna al muñón para que pasara desapercibido entre los vagones de un tren que le facilitaría la huida. En reconocimiento a su gran ayuda, el general Obregón lo gratificó con unas tierras en el estado de Colima (las de El Centinela), así como con ayuda para que llegara a ser gobernador de Jalisco y uno de sus grandes colaboradores.

Todavía en aquel tiempo el campo mexicano era muy inseguro. El señor Ramírez había perdido dos administradores a causa de la violencia que se generaba en esas tierras. Por recomendaciones, recurrió a mi padre para ofrecerle el puesto. A cambio, mi papá le propuso ser socio y no empleado: “Don Margarito, de lo que yo siembre de palma en diez años, ni le pido ni le doy dinero, al final la mitad es mía y la otra mitad de usted”. Viendo la gran valentía, el hambre de triunfo y la decisión, don Margarito aceptó el trato, respetándose uno a otro y llegando a ser grandes amigos.

Así arribó mi papá a El Centinela: se llevó de San Gabriel, el rancho de los abuelos, a sus leales y grandes compañeros de trabajo: Camilo y Merenciana, incluidos sus hijos Simón y Ofelia; un hacha, un machete y un costalillo cargado de ilusiones, dispuesto a dejar su vida para lograr sus metas.

Durante tres años, se dedicó a poner planteros de palma y limón; con su hacha y machete, a abrir tierras donde serían los palmares y limoneras. Comenzaba su jornada a las cuatro de la mañana y la terminaba hasta que se metía el sol. De esta forma inició lo que se convertiría en un ejemplo de agricultura tropical.

A los ocho años de establecido el convenio inicial, don Margarito Ramírez se vio en la necesidad de vender su propiedad, y recibió de su socio una atractiva oferta que no pudo rechazar: así pasó a ser entonces mi papá el dueño del rancho.

El Centinela tuvo dos etapas: la primera, de mucho esfuerzo, trabajo y penurias económicas, aunque empezando a ver esperanza en sus objetivos. Ahora solo le faltaba una compañera, así que mi padre decidió conquistar a Carmelita Gutiérrez Carrillo, de Tecomán, hija de don Pedro Gutiérrez, hombre pudiente y respetado en toda la región.

Mi madre era guapa, alegre, joven y cantadora; le llevaba mi papá trece años, la conquistó con románticas cartas de amor, y se casaron seis meses después. Hasta ahora no comprendo cómo mi madre aceptó irse a aquel destierro, soledad, en donde no tenía ninguna comodidad. Sin embargo, siempre se les vio felices y enamorados, nunca faltó ese amor y calidez en el hogar.

En aquella etapa nacimos los primeros cinco hermanos: Ana Celia, yo, Esther (Tachy), Carlos Gabriel (El Gordo) y Rosa María. A mí desde un principio me gustó salir al campo con mi papá: lo acompañaba a trabajar, a sus pasatiempos que eran la cacería y la pesca. Me encantaba el olor a campo, a tierra recién llovida; los queleles, zanates y churíos nos seguían para degustar las lombrices y los animalitos que aparecían detrás del tractor. Cuando teníamos sed, nos acercábamos a una palma y mi papá partía unos cocos que, en aquel calor, nos sabían a gloria. De mi padre disfrutábamos, sobre todo, sus pláticas y sus historias a la hora del descanso.

La pesca, una de sus grandes pasiones, para mí también era lo máximo. Mi papá nos despertaba a las cinco treinta de la mañana para irnos a Las Venas. Yo iba a horcajadas en la quilla de la lancha. Nos tocaba ver el amanecer, las flores de loto, los lirios con sus flores moradas meciéndose con el pasar de la canoa; las garzas, las gallaretas, los patos canadienses de todos los colores… Se apreciaba una gran cantidad de flora y fauna. Era todo un espectáculo ver los caimanes en sus asoleaderos, los cuales, con el ruido del motor de la lancha, se metían de inmediato al agua. Observar el sol saliendo por el oriente y a la luna metiéndose por el poniente provocaba una sensación de paz, de majestuosidad, imposible de olvidar.

A mí me gustaba montar a caballo y salir con los vaqueros, con el compa Rafa y don Zenón, a revisar el ganado. Me invitaban a almorzar sus taquitos dorados a las brasas. Con sus pláticas sencillas y buenas me enseñaron a disfrutar lo auténtico.

Por otro lado, mi mamá nos rotaba cada ocho días para hacer los quehaceres de la casa, la cocina y las recámaras; para lavar y planchar. Las hermanas mayores nos hacíamos cargo de los hermanitos más chicos; después nos volvimos sus madrinas de bautizo. Nos tocó disfrutarlos, educarlos y acompañarlos en sus enfermedades. Yo preferí siempre el rol de mi papá. Me gustaban las actividades al aire libre, no se me daban mucho los quehaceres del hogar. Vivimos una vida sencilla, pero plena en todos los sentidos.

 

 

*Texto tomado del libro El Centinela a la vista. Evocaciones de la familia Ochoa Gutiérrez, autores varios, coordinación y prólogo de Ada Aurora Sánchez y Marco Jáuregui (Puertabierta Editores, 2023).




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