Se cumplen 65 años del ciclón de Minatitlán
Fotos Cortesía/Efraín Medina Soto
Viernes 25 de Octubre de 2024 7:33 am
+ -El testimonio de Tomás Naranjo Flores, sobreviviente del fenómeno, es registro fiel de las dimensiones del peor huracán registrado en Colima
Esta región de Minatitlán, abrupta, rodeada y atravesada
por numerosas montañas a través del tiempo, ha sido azotada y cruelmente
golpeada por varios huracanes y mortales ciclones, de los que se conocen y
están registrados, únicamente tres, aunque existen vestigios de grandes
catástrofes como nos lo muestran infinidad de promontorios o cordones de
piedras en varios llanitos cerca de las barrancas y desembocaduras de arroyos
que bajan precipitadamente por la topografía tan inclinada del terreno.
Según datos fidedignos recabados de un ensayo histórico del
Sr. J. Jesús Mancilla Rodríguez, los días 28 y 29 de septiembre de 1865 se
desató una torrencial lluvia con duración de 5 días, que se le llamó “La gran
lluvia de San Miguel” que destruyó sembradíos, se llevó ganados y cambió el
cauce de ríos y arroyos.
Otro ciclón fue precisamente un 27 de octubre de 1881,
destruyendo muchas viviendas en Manzanillo y lo que hoy es el valle donde se
encontraba el viejo Mamey, hoy Minatitlán.
El último ciclón del que más recordamos, fue el que terminó
las dos terceras partes de esa humilde comunidad de Minatitlán, que ha adoptado
varios nombres, siendo el primero Tlacalhuaztla o Tlacalahuastli, ubicado en la
desembocadura de nuestro río del arroyo de los Tepehuajes cerca de la
gasolinera; luego El Mamey, por la Iglesia Católica Hebrón de la Visitación y
ya oficialmente Minatitlán, por la infinidad de minas que por aquí existen.
El último ciclón que mencionó ocurrió el martes 27 de
octubre de 1959, que se le llamó Linda; este ciclón se inició desde el jueves
22, presentando grandes y oscuros nublados, y ya para el domingo 25 arreciaron
fuertes tormentas; para el amanecer del lunes 26, el agua y el aire arreciaban
por horas, es decir, eran intermitentes; ya al amanecer del lunes hubo calma,
se detuvo un poco.
Pero por la madrugada del martes 27, a las 2 de la mañana,
el viento se convirtió en ventarrones exagerados, soplando y silbando en
diferentes tonos; oías ruidos tan raros por los árboles que caían con todo y
raíces; techos de nuestros hogares; ruidos ensordecedores, como los de un
ferrocarril, como de máquinas grandes, semejando ruidos infernales, sentíamos
que la tierra temblaba.
Pero a las 6 de la mañana de ese fatídico martes, el aire
arreciaba más y más, el agua caía y llovía a cántaros, y a las 8 de la mañana
era el fin del mundo.
Comenzaron a desgajarse por remojados los cerros que
circundan esa inmensa barranca del lado donde siempre sale el sol; la Barranca
de los copales; arrancando de tajo grandes y milenarios encinos, tepehuajes,
mojotes, cuajiotes, que a su paso por nuestra comunidad arrasaron con todo lo
que encontraron: viviendas enteras, trojes colmadas de maíz, corrales y sus
ganados; posteríos alambrados y muchísima gente, sobre todo adultos mayores,
mujeres niños y niñas que no pudieron defenderse, pasando por la casa de mis
padres, allá muy abajo de la principal y larguísima calle de la Libertad.
Todas las familias del Centro y en su totalidad fuimos
despiadadamente arrastradas hacia el cauce del Río Marabasco o del Mamey,
llevándose a la mayoría, pero los que podíamos subirnos a los árboles de la
orilla nos salvamos milagrosamente, sufriendo el furor del viento y el frío que
resistíamos toda la mañana y la tarde de ese día.
Por esa larga calle, bajo los escombros y sobre los
montones de troncos y materiales de las viviendas, llegó y pasó
vertiginosamente el jovencito de ese tiempo Apolodoro Mancilla Figueroa,
recientemente fallecido, que al verme que auxiliaba a mi familia me grita:
“¡Profe Tomás: vamos al salto y al mar”.
Tras de él sus papás, hermanos y hermanas, ahogándose en su
mayoría, excepto él.
Al calmarse muy tarde ese meteoro, los que quedamos salimos
lesionados, renqueando, apoyándonos de un otate que nos servía de bordón,
llegando al pueblo convertido en un gran playón, que antes allí vivíamos y nos
criamos jugando de niños, recreándonos de adolescentes, estudiando y trabajando
ya de adultos.
Lo que a nosotros nos sucedió deseamos de corazón que a
ustedes no les suceda. Perdí a mi papá de 55 años, a mi mamá de 47, a mi
hermanita Lupe, de 27 años, a mi otra hermana, Evangelina, de 16 años, y mi
hijito Jaime, de año y medio.
Luego de que salí del hospital donde cuidaba a mi hermano
Amador, lesionado de la pelvis, me puse a componer el corrido que año con año
es interpretado por Julio César Michel Rosales, acompañado de su guitarra al
pie del monumento a los caídos de ese ciclón.