Cargando



SABBATH



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Cocinar, comer y beber


Sábado 29 de Septiembre de 2018 2:28 pm


1.- EN el tiempo cuando era un niño de pocos años –mucha agua ha corrido bajo los puentes desde entonces–, las tardes de otoño, casi para oscurecer, se escuchaba en las calles un pregón. -¡Huilotas, huilotas, huilotas!-. 

Las ofrecía un hombre. A peso cada pájaro. Las llevaba en un chiquihuite. De las casas salían señoras a comprarle tantas más cuantas. Un poco más tarde, las cazuelas de barro chillaban en las cocinas con la voz de soprano de la manteca de cerdo dorando un poco las aves previamente cocidas. Al final, la tradicional salsa de tomate de milpa vertida en el recipiente tranquilizaba el fragor. Un rato más y la cena estaba lista. Las huilotas en salsa verde, frijoles refritos y tortillas de mano, que antes no había de otras. Los muy tragones cerraban el festín con un vaso de leche bronca hervida –las casas con refrigeradores eran pocas, de modo que así se conservaba la leche– y un tamal de ceniza o de elote.

2.- Manjares provee la caza. Eso creo. Hace unos días, mi hijo Armando sacó del congelador un lomo de venado y lo cocinó a puro instinto, con sal, pimienta, orégano y vino tinto. Lo dejó a término medio. Desde que llegué a la casa, percibí el olor del asado y supe que era de ciervo. Juro que nunca había comido venado tan sabroso.

Tomé la llave y levanté la tapa del congelador donde guardo carne de caza. Todavía hay algunas huilotas de la temporada pasada. Habrá que desalojarlas, vía cazuela, para hacer espacio a las nuevas, las de la temporada que está por comenzar.

3.- Antes era frecuente que la gente comiera carne de caza. Las iguanas proveían buena parte de una dieta por la que nadie se escandalizaba. Había iguanas en cada cerca y en cada higuera a la orilla de cualquier arroyo. En la costa, enormes garrobos verdeanaranjeaban el paisaje montadas en las venas de las palapas de los palmares.

Contra lo que creen y pregonan algunos urbanitas que nunca bajan de la banqueta como no sea para cruzar la calle y subir a otra, las iguanas no están en peligro de extinción. Por lo contrario, se han reproducido tanto que hasta en los árboles de la ciudad habitan. Pueblan incluso cañerías y tejados. Está prohibido cazarlas en estos días nuestros.

Aunque las he comido de vez en cuando, soy poco afecto a la carne de estos bichos, hieráticos de tan serios, que me recuerdan a los grandes dinosaurios, como si fueran sus descendientes venidos a menos, sus réplicas a escala, memoria aleve de la majestuosidad de aquellos animales rotundos. Tampoco les disparo.

4.- Estoy lejos de ser remilgoso con la comida. Soy un gourmand, como ahora se les llama, con pretensiones de risible elegancia, a los tragones que andamos probando aquí y allá la comida, lo mismo en una fonda que en un puesto de tacos o en un restaurante cuyo dueño se las dé de muy sácale punta. Ser glotón tiene ventajas, pues la curiosidad lleva a probar y descubrir, probar y rechazar; nadie te cuenta, porque tú tienes la experiencia de si este plato es bueno, regular o deplorable.

Eso me ha llevado a comer carne de víbora de cascabel, alacranes asados, panza de huachinango, tempizas y chigüilines, cangrejos de río; chicatanas (hormigas con alas que aparecen en tiempo de lluvia) y chapulines, entre otros alimentos inusuales. Hace poco, Rodrigo, mi hijo, nos llevó a su hermano y sus padres a un restaurante de la Condesa, en la Ciudad de México, donde cocinan pizzas exquisitas, una de ellas de chapulines. ¡Cómo la disfrutamos los cuatro! También devoro vegetales silvestres, tales como cebollas salvajes, camotes del cerro, cerezas, ciruelas agrias, uvas cimarronas, guajes, higos, chocohuixtles, agua de bejuco, guayabas de venado, guamúchiles, arrayanes, guayabillas, tamarindillos, mojos y corazón de tule, parecido al palmito, entre otros. 

5.- Cuando era joven –muchas lunas han recorrido el firmamento desde entonces– bebía tequila. Cuando alguien con pretensiones de fifí (para usar el lenguaje políticamente correcto de estos días, ajá) me preguntaba qué bebía y yo respondía que tequila, se escandalizaba. -¿Cómo? ¿Tequila?- decía mientras abría los ojos con desmesura. -Sí, tequila- respondía con una sonrisa interna. 

En aquellos lejanos y azarosos días, el tequila era tenido por bebida corriente, de borrachos de banqueta, calificación que me tenía preocupadísimo, al grado de no poder dormir noches enteras. Sí, cómo no.

Me cuento entre quienes lamentan que firmas transnacionales hayan comprado casi todas las grandes destilerías de tequila y hayan encarecido la bebida, además de volverla, por la propaganda, víctima de las peores adulteraciones.

También me gusta el mezcal. Llevo un poco a la cacería de venado. Por las noches, ayuda a mirar mejor el mundo y a soportar el frío en la grata soledad de la montaña.

Y ahora, las mismas transnacionales, nos empiezan a encarecer el mezcal. Como dice el Tuca Ferreti: -¡Carajo!- 

De cualquier manera, no me afecta mucho, porque aunque bebo de vez en vez unas dos o tres copas de tequila o mezcal, no soy borracho ni mucho menos. Digo, por si estaban preocupados.