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Los árboles danzan



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 10 de Noviembre de 2018 8:09 am


SÍ, señor, aquí los árboles bailan. Desde que me acuerdo, todos los arbolitos tienen el ritmo en sus venas. Del tamaño que sean, de pronto inician su danza que dura días. Luego se calman. Descansan, pues, porque ellos, como nosotros, también se cansan. Así es cada año.

El viejo Pedro, que también sabe del comportamiento y del ir y venir del tiempo, en la plática que bien pudiera ser eterna, se acomodó su pañuelo rojo atado a su cuello. Este trapo detiene el sudor y así no se mancha mi ropa; además, quiere decir que somos indios. La pulsera de tela también indica su pertenencia a su etnia. Y se siente orgulloso, como yo, de platicar con él.

Antes de irse, le pasaremos el humo de copal por todo su cuerpo y le daremos las bendiciones para que le siga yendo bien en la vida. Eso me estimuló. ¿Cómo sabe que me va bien? Se le nota, me dijo. Me podría ir mejor, como yo quisiera, pensé. 

También las plantitas pequeñas, las del estrato herbáceo, bailan poquito, pero sí se mueven al ritmo de una música que sólo las plantas escuchan. Están tan cortitas que casi no se les nota su baile, parece que tiemblan, pero así bailan. Sus hojitas brincan como si tuvieran miedo, pero en realidad se mueven de felicidad. Si fueran grandes, su bailable sería muy bonito, para un teatro.

Todos tomamos café con pan de sal. No todos podemos comer dulce. El día estaba muy nublado, ya se avecinaba la danza de los árboles. En la modesta casa de Pedrito comen temprano, así a las 2 de la tarde nos sirvieron el chilpachole de jaiba, al cabo estábamos cerquita del mar y de las lagunas. Con mucho gusto comimos ese caldito con sabor a mar, picosito, con algunas partes de carne de jaiba. 

El platillo no lo cocinaron por nuestra visita, pues ni avisamos que iríamos. Lo hicieron porque no trabajaron. Las pangas estaban lejos de la playa. No salieron a pescar por temor a zozobrar. Las condiciones del tiempo no aseguraban la vida de nadie. Ellos respetan y temen al mar, lo adoran, pues. Ese día tenían tiempo para todo y se dieron el lujo de comer chilpachole; nosotros nos agregamos a su forzada fiesta.

La danza viene del norte, nos dijeron. Y cansa a los árboles. Vean esos encorvados, están acostados como queriendo irse a la carretera, como si le corrieran al mar. Las únicas que conservan su forma son las palmeras chaparras; las viejas y altas se han agachado varias veces, algunas parecen escaleras, otras parecen látigos con los que azotaban a los esclavos que por aquí pasaron hace siglos.

De pronto, todos inician su movimiento, van de un lado al otro, nadie los dirige, con armonía se mueven, pareciera que su follaje son sus manos y su cabeza manifestando alegría de estar anclados en el sitio ideal, entre la tierra y la arena. Con su ritmo, con su estilo propio ejecutan su danza que por herencia milenaria han aprendido. 

El viento del norte los obliga a emprender sus mágicos movimientos. Dice don Pedro que aquel árbol que no danza se cae, porque no pueden resistir los embates del viento del norte. Hasta el mar se pone chinito, se encrespa, se sale y nos invade nuestras enramadas, y cuando se enoja mucho, también nuestras casitas. Por eso lo observamos, nosotros no bailamos, nos resignamos y esperamos que pase. Entre danza y danza que dura varios días y trae lluvias, pescamos. Esa es parte de la vida con los árboles danzantes.

Recordé los huracanes del Pacífico Mexicano, los que he vivido durante años, muy violentos. Los norteños vientos que pronostica don Pedro son diferentes, acaso alcanzan 100 kilómetros por hora, por eso se puede bailar y a veces los árboles silban su música mientras ejecutan su mejor número. En las noches, su música y su ritmo entran por las rendijas de las ventanas y nos lo comparten, nos arrullan para dormir tranquilos.

Es la fiesta de cada año, dicen los pescadores. Nosotros también la vivimos. La danza anuncia el otoño y el invierno, menos calores y humedad. Nos despedimos y agradecimos el chilpachole. Armamos nuestro último taco y regresamos a casa. 


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