El miedo conservador a la polarización
HERNÁN GÓMEZ BRUERA
Viernes 16 de Noviembre de 2018 7:43 am
CADA vez se discute más sobre la
desigualdad en todo el mundo. A diferencia de lo que ocurría hace tan sólo unas
décadas, hoy el tema es abordado por académicos, organismos internacionales y
políticos de distinto signo. Sin embargo, no es lo mismo hablar desde una fría
y cómoda distancia, que politizar el tema. Politizar las desigualdades significa
debatirlas sin subterfugios, ponerles nombre y apellido; generar una
movilización social y política, para contrarrestarlas. Implica llevar la
discusión más allá de la esfera de ciertos círculos cerrados, para convertirla
en un tema de todos. Politizar las desigualdades obliga a
cuestionar las razones de que algunos grupos tengan más ventajas que otros. Que
los de arriba puedan razonar sobre las implicaciones concretas de vivir en una
sociedad donde, en vez de premiarse el talento, la productividad o el esfuerzo,
se enaltecen los vínculos familiares, los compadrazgos, el origen social o el
color de piel. Implica también que los de abajo se hagan más conscientes de que
su condición no es un hecho natural o inevitable. El discurso en contra de eso que llaman
“polarización”, en el fondo encierra un rechazo y una fobia a politizar las
desigualdades. En el llamado a “no dividir” que hoy formulan varias plumas
conservadoras disfrazadas de moderadas, yace un profundo temor a revelar
políticamente todo aquello que nos divide material y socialmente; una intención
por mantener todo eso fuera de la discusión pública; un evidente miedo a que
los grupos sociales desfavorecidos se asuman como un sujeto colectivo, que se
empoderen. La “comentocracia” mayoritaria que
maquila estos discursos insiste en que hay un líder, un movimiento y un grupo
de intelectuales afines, que buscan “dividir a los mexicanos”. Se engañan,
porque esa división y esa polarización frente a la cual se dicen tan
preocupados, ha estado por años entre nosotros. Está directamente asociada a
nuestra desigualdad, ese “tatuaje histórico que nos marca”, como bien escribió
Tomás Eloy Martínez. Aunque al conservadurismo se indigne
de que se divida a los mexicanos entre pueblo y señoritingos, hacerlo tiene una
utilidad discursiva: sirve para generar identificaciones políticas, para
delimitar los campos de una disputa de un conflicto inevitable, si se trata de
cambiar una realidad tan desigual. Cada vez son más las voces que
reclaman –e incluso se victimizan– porque les llaman fifís. No deja de extrañar
que el empleo de esa terminología los lleve a conformar una cruzada de unidad
nacional antipolarización, cuando por años les hemos escuchado en público y
privado hablar en contra de los “nacos”, los “ñeros”, la “chacha” o el “godín”. En el colmo del absurdo, algunos se
dicen sujetos de discriminación. Tal vez desconocen que hace muchos años quedó
zanjado el debate sobre la “discriminación al revés”. Que si el integrante de
un grupo en desventaja niega un derecho a alguien que pertenece a un grupo
históricamente aventajado no está ejerciendo discriminación. Será otra cosa,
quizás un sentimiento de frustración y resentimiento. Los alegatos de discriminación inversa
han estado históricamente basados en un deseo de mantener el status quo. No es
extraño que incluso encuestas recientes elaboradas en EU muestran que, entre la
población blanca, los votantes de Donald Trump son quienes más tienden a
señalar que son más sujetos de discriminación que cualquier otro grupo social. Son
blancos que se crean víctimas de una desigualdad de trato inexistente. Cabría preguntarse si esto no
emparenta a los trumpistas con esos mexicanos que hoy hacen un auténtico
melodrama porque les llaman fifís. Cuánto despropósito, si recordamos que el término,
según la RAE, no significa otra cosa que una “persona presumida que se ocupa de
seguir las modas”. *Investigador del Instituto Mora
Twitter: @HernanGomezB