LUNES POLÍTICO
LUNES POLÍTICO
Lunes 10 de Diciembre de 2018 8:03 am
Sin estrategia SIN más sustento legal que la orden
presidencial, unos 35 mil efectivos militares fueron movilizados este mes a
diversos estados del país, para combatir a la delincuencia organizada y hacerse
cargo de labores de seguridad pública. Diez días transcurrieron ya, del nuevo
gobierno, más 5 meses desde que Andrés López Obrador ganó la elección hasta
rendir protesta como Presidente de la República y se desconoce aún cuál será la
estrategia para pacificar el país. Una sensación de orfandad policíaca y militar
se siente en el ambiente, mientras la violencia del crimen organizado se
manifiesta de manera cruenta, como la masacre de gendarmes en La Huerta y el
asesinato de un jefe policíaco en El Salto, ambas poblaciones de Jalisco. En la
capital de ese vecino estado, el jueves fueron ejecutados cinco jóvenes en una
vivienda. En otros estados continúa la dinámica de violencia al grado de que en
menos de una semana del nuevo gobierno ya se habían acumulado 300 homicidios
dolosos. Son los muertos de López Obrador. El secretario de Seguridad Pública,
Alfonso Durazo, apenas ha aparecido para señalar que hay zonas de alto riesgo,
como si no lo supiéramos. Desde el 24 de abril de este año, Durazo Montaño,
quien fue secretario particular de Luis Donaldo Colosio y vocero de Vicente
Fox, delineó una presunta estrategia de seguridad, en una conferencia en El
Colegio de México. Ahí dijo que “se hará uso de la fuerza en un marco de
legalidad, principios democráticos y respeto a los Derechos Humanos. Jamás será
utilizada para reprimir a la ciudadanía. “Se erradicará la corrupción, pues hoy
en día el crimen organizado avanza de la mano de la autoridad. No hay
corrupción policial sin corrupción política. Habrá un salario digno y unificado
para todas las corporaciones y los recursos surgirán de los ahorros
provenientes de un programa de austeridad y optimización de recursos”. Respecto a los objetivos, precisó:
“Cerrar el ciclo de guerra. Recuperar la confianza de la sociedad en los
cuerpos de seguridad. Entregar un país en paz y tranquilidad en 2024”. No hay en esas palabras, por supuesto,
ni el menor asomo de estrategia, puro voluntarismo. Era difícil que la hubiera
a finales de abril, 2 meses antes de los comicios. Pero que no la haya 5 meses
después, siendo ya gobierno, resulta preocupante. El lapso entre el 1 de julio
y el 1 de diciembre, fue insuficiente para diseñarla. Los foros de consulta
navegaron a la deriva y el resultado es que no pasa de la misma declaración de
buena voluntad. No es que se pidiera que a partir del
1 de diciembre se terminara la violencia, sería absurdo creer que así sería.
Por lo contrario, había certeza de que los grupos criminales continuarían su
dinámica de violencia independientemente del relevo gubernamental. Pero sí es
razonable demandar una estrategia. No la hay. Al menos, el presidente López Obrador
corrigió su posición respecto a la así llamada “militarización” de la seguridad
pública, que él y sus seguidores habían criticado a los gobiernos de Felipe
Calderón y Enrique Peña. Le bastó conocer la realidad del país en esa materia y
la insuficiencia de las corporaciones policíacas –muchas infiltradas por
cárteles–, para rectificar y reconocer la necesidad de que las fuerzas
castrenses intervengan. Así será durante los próximos 3 años, dijo el hoy
Mandatario. Alfonso Durazo, en cambio, está en la
misma actitud contemplativa de campaña. Es comprensible, aunque no
justificable, porque se trata de un secretario de Seguridad Pública sin
experiencia en la materia. Se desconoce porqué Andrés Manuel lo colocó ahí,
pero lo cierto es que resulta un improvisado. Se repite uno de los vicios más
criticados al PRI, el de colocar a amigos, seguidores o personas con quienes se
tiene compromisos, en ciertos puestos, aunque carezcan del perfil que el
trabajo requiere. Son los así llamados “penicilinos” –la penicilina sirve para
casi toda infección–. El resultado es que van 10 días de Durazo en el cargo y
no se ve ya no digamos avance o contención del crimen organizado, sino que se
va a la deriva, improvisando, con burocráticas reuniones a las 6 de la mañana,
que sirven para impresionar a incautos, para que se diga “¡qué trabajador es el
Presidente!”, pero que no pasa de una práctica desgastante que no tiene reflejo
positivo en la realidad. Reunirse cada 15 días es suficiente o todos los días
en casos emergentes; el resto es trabajo de campo, que urge, y que se debe
hacer conforme a una estrategia, de la que ni sus luces. Por lo pronto no hay soluciones,
mientras la inseguridad pública y los crímenes son pan cotidiano en el país. NAIM, el enredo LA decisión que tomó el presidente
Andrés Manuel López Obrador de cancelar el Nuevo Aeropuerto Internacional de
México (NAIM) en Texcoco, le costará al erario federal 120 mil millones de
pesos (6 mil millones de dólares), de un total de 285 mil millones de pesos que
se ejercerían en la primera parte de la obra, según el cálculo del Grupo
Aeroportuario de la Ciudad de México (GACM). Los 120 mil millones de pesos fueron
emitidos y puestos en el mercado como bonos, en cuatro paquetes, con la
finalidad de financiar la construcción del aeropuerto en Texcoco y cuyo
respaldo de pago fue el cobro de la Tarifa de Uso Aeroportuario (TUA) del AICM
actual, y del NAIM, que está en construcción, dinero que sería transferido al
fideicomiso Mexico City Airport Trust (Mexcat), que tiene como único
fideicomitente al GACM. Los bonos fueron colocados en mercados
internacionales y adquiridos, en su mayoría, por inversionistas extranjeros. El
contrato entre el fideicomiso y los compradores precisa que cualquier cambio
del título de concesión o la cancelación de la obra en Texcoco constituye un
“evento de incumplimiento”, y si eso sucede, el GAMC –que es una empresa del
Estado, como Pemex– está obligado a pagar a los tenedores de bonos el valor
nominal de la deuda de forma inmediata, es decir, lo equivalente al tipo de
cambio, el día de la operación, a 6 mil millones de dólares, esto, siempre y
cuando así lo pidan por escrito los tenedores de por lo menos el 25 por ciento
del monto principal total de una serie de notas preferentes vigentes. Por esa razón, el 3 de diciembre, el
Consejo de Administración del GACM, que preside el secretario de Comunicaciones
y Transportes, Javier Jiménez Espriú, y dirige Gerardo Ferrando Bravo, anunció
que los trabajos de construcción del NAIM en Texcoco no se cancelaban, sino que
a partir de esa fecha y hasta el 2 de enero del próximo año, estaría vigente
una oferta de recompra por hasta mil 800 millones de dólares en notas
preferentes. Con esto, lo que busca el Gobierno
Federal es controlar los daños que en los mercados ha ocasionado el anuncio de
la cancelación del NAIM en Texcoco, así como evitar las demandas de inversores
extranjeros en tribunales de Nueva York, pues fue en la Bolsa de Valores de esa
ciudad estadounidense donde se colocó la mayor cantidad de bonos. El 30 de octubre, todavía en el
Gobierno Federal de Enrique Peña Nieto, el entonces director del GACM, Federico
Patiño, dio a conocer que el fideicomiso Mexcat contaba con 115 mil millones de
pesos en caja y adeudos de 35 mil millones de pesos en Fibra E, 45 mil millones
de pesos a contratistas, además de las obligaciones de los bonos. Todo esto
hace ver que el fideicomiso no cuenta con los recursos para reembolsar a los
tenedores de las notas preferentes más de 120 mil millones de pesos. Tales bonos se pagarían, como ya se
dijo, con el cobro del TUA del AICM por un lapso de 5 años, así como del mismo
TUA del NAIM durante 25 años, es decir, los 120 mil millones serían pagaderos a
30 años. Pero si el Gobierno Federal cancela la obra en Texcoco, tendrá que
capitalizar al fideicomiso con recursos de Presupuesto de Egresos 2019, lo que
implicará afectar programas sociales o grandes proyectos de obra anunciados por
el Presidente. En el caso de los 13 mil 500 millones
de pesos que invirtieron cuatro administradoras de Fondos de Ahorro para el
Retiro de los Trabajadores (Afores), están protegidas ante una eventualidad
como la cancelación del proyecto, según la Comisión Nacional que rige estas
cuentas. Como candidato, López Obrador prometió
que echaría abajo esta obra y para cumplir su palabra, ya como Presidente
electo, ordenó una reducida consulta ciudadana burda, amañada, donde la mayoría
de participantes respaldó tal ocurrencia, que ni siquiera fue concebida por
Andrés Manuel, sino por su amigo, el empresario José María Rioboó, por así
convenir a sus intereses económicos particulares. El NAIM es una madeja que cada vez se
enreda más por la resistencia de López Obrador a reconocer que se equivocó al
comprometerse a cancelar la obra en Texcoco. Como ya se les hizo bolas el
engrudo y no saben qué hacer, el jueves, el secretario de Turismo, Miguel
Torruco Marqués, anunció que el aeropuerto de Santa Lucía será utilizado para
vuelos internacionales y el actual de la capital del país operará los nacionales,
mientras que el de Toluca será complementario de los otros dos. La versión fue
desmentida de inmediato por el titular de la SCT, Javier Jiménez Espriú. Estas declaraciones confusas y
encontradas, más la falta de una responsable planeación técnica en una obra de
gran magnitud como el NAIM, ha metido en serios problemas al país, primero en
los mercados financieros que están perdiendo la confianza en las incipientes
autoridades federales, y lo mismo pasará en un futuro cercano con
inversionistas de todo el mundo. Si el principal motivo de la
cancelación del aeropuerto en Texcoco eran los supuestos contratos irregulares
y conflictos de interés cometidos por autoridades e inversionistas, lo que
tenía que hacer el Gobierno Federal era anularlos y castigarlos con todo el
peso de la ley, no cancelar la magna obra e invitar a “la minoría rapaz” –como
los llamó López Obrador–, a ejecutar las obras en Santa Lucía, en una clara
contradicción. Nadie sabe en qué va a parar este embrollo, aunque lo más
probable es que continúe hasta enredarse todavía más. Andrés Manuel es incapaz
de dar marcha atrás, así se dirija hacia un precipicio. Corrupción lacerante CON motivo del Día Internacional
Contra la Corrupción, celebrado ayer, 9 de diciembre, el Instituto Nacional de
Geografía y Estadística (INEGI) difundió cifras sobre ese flagelo ampliamente
extendido no sólo en al ámbito gubernamental, sino también en el social. Entre los hallazgos de la
investigación, misma que se centra en la corrupción a pequeña escala, es decir,
la que se produce cuando personas o empresas pagan un soborno para acceder a un
servicio público, destaca que nueve de cada 10 adultos consideran que la
corrupción es una práctica frecuente entre algunos empleados de los gobiernos
estatales. Añade que la proporción de personas
que tuvieron contacto con un servidor público y fueron víctimas de al menos un
acto de corrupción, se ha incrementado, al pasar de 12.1 por ciento en 2013
(3.6 millones de personas) a 14.6 por ciento de la población (5.2 millones) en
2017. En ese contexto de descomposición, el
estado de Colima se ubica entre los cinco estados con el menor número de
personas que han sido víctimas de la corrupción institucional, al registrar un
10.6 por ciento de agraviados, respecto al total de personas que tuvo contacto
con un servidor público. De igual forma, la entidad ocupó el
último lugar en el rubro de unidades económicas (empresas) que han sido
víctimas de corrupción, con una prevalencia de 1.6 por ciento de afectados,
respecto al número total de negocios que realizaron trámites gubernamentales. El INEGI revela que los ámbitos donde
se presentaron actos de corrupción con mayor frecuencia, corresponden a
seguridad pública y en los trámites relacionados con el acceso a la justicia,
cuando se tiene que dar seguimiento a un asunto en el Ministerio Público o ante
los juzgados, por un asunto legal. Con sus datos, la dependencia
responsable de la estadística en nuestro país, confirma un panorama oscuro y
grave en materia de corrupción, pues se trata de una práctica generalizada no
sólo en las cúpulas gubernamentales, sino entre los niveles inferiores de las
dependencias oficiales. Por eso es relevante la postura del
presidente Andrés Manuel López Obrador respecto al tema de la corrupción, pues
al ofrecer perdón a los funcionarios que cometieron actos de deshonestidad en
el pasado, en nada ayuda a resolver esta problemática. Seguramente dicha acción impactará
negativamente entre el sector gubernamental y social, toda vez que si no hay
castigo para quienes cometen actos de corrupción en las altas esferas
oficiales, mucho menos se sancionará a quienes lo hacen a pequeña escala. El mal ejemplo cundirá, si no hay
congruencia en la máxima autoridad civil de nuestro país, funcionarios,
ciudadanos y empresarios que acostumbran incurrir en sobornos para realizar
trámites y otros procesos oficiales, considerarán que pueden salir impunes de
esas prácticas ilegales. Simplemente resulta incomprensible la
posición del Presidente. Asegura que su ejemplo servirá para combatir y
erradicar la corrupción, pero hasta el momento, va en sentido totalmente
contrario. Todavía no alcanzamos a comprender los
alcances de la instauración de esa política de borrón y cuenta nueva, pero es
lógico que haya repercusiones, todavía más delicadas que las registradas por el
INEGI en su análisis de la corrupción de pequeña escala. López Obrador tiene razón cuando
asegura que la corrupción y la impunidad son los principales problemas de
México, entonces resulta inexplicable que decida no perseguir a sus
antecesores, acusados de atentar contra los recursos públicos y ensuciar la
imagen de las instituciones. Más bien sí existe una explicación, y
esta podemos encontrarla en un evidente pacto entre el nuevo Presidente y quien
lo precedió, Enrique Peña Nieto, anteponiendo los intereses particulares a la
necesidad de castigar a los servidores públicos deshonestos. La situación del país, en materia de
corrupción es alarmante, representa una fuente de múltiples males que nos
impiden avanzar, por eso debería resultar prioritario establecer acciones
institucionales y colectivas para erradicar esas prácticas, y es un hecho que
desde la Presidencia de la República no hay interés por encabezar esa cruzada. Involucrar a alcaldes BUENA disposición está mostrando el
gobernador José Ignacio Peralta Sánchez para trabajar de manera coordinada con
el Gobierno Federal en el Plan Nacional de Paz y Seguridad, así como en la
conformación del grupo para recuperar la paz. Desde el domingo de la semana
anterior, se formó ese grupo y cada día se han reunido para analizar los
resultados de los operativos que se realizan en la entidad. Sigue faltando la participación de los
Ayuntamientos en estas tareas encaminadas a recuperar la tranquilidad del
estado y el país. Los presidentes municipales, desde las administraciones
anteriores, poco o nada hicieron para contribuir en esa labor. A pesar de que en varias ocasiones el
Mandatario estatal ha señalado esa falta de compromiso de los alcaldes, tampoco
ha tenido la capacidad para involucrarlos en esas labores. Los gobiernos municipales tienen la
obligación legal de garantizar la seguridad de las personas que viven en sus
respectivas demarcaciones y cada año reciben dinero de fondos federales,
principalmente, para combatir la inseguridad y ni así se coordinan como debe
ser con los otros dos órdenes de gobierno. Prácticamente en todos los municipios
de la entidad, hay quejas de ciudadanos por el incremento en los delitos del
fuero común, como robos a casa habitación, lo que corresponde prevenir a los
Ayuntamientos y por eso no se entiende por qué no se les exige más. De los ediles que encabezaron las
administraciones pasadas, fue evidente el desinterés de Héctor Insúa García, de
Colima; Yulenny Cortés León, de Villa de Álvarez, y Rafael Mendoza Godínez, de
Cuauhtémoc, por apoyar al Gobierno del Estado en materia de seguridad. De los nuevos alcaldes, tampoco se ha
sabido que hayan manifestado su interés por colaborar en ese grupo para
recuperar la paz. Dicho coloquialmente, se hacen de la vista gorda y evaden su
responsabilidad, con el argumento de que el incremento de los índices delictivos
es un problema a nivel nacional que debe ser atendido por el Gobierno de la
República y aquí por la administración de José Ignacio Peralta. En octubre, antes de que se iniciaran
las nuevas administraciones municipales, los alcaldes electos se reunieron con
el Gobernador, a excepción de los munícipes de Manzanillo, Griselda Martínez
Martínez; de Colima, Leoncio Morán Sánchez, y de Cuauhtémoc, Rafael Mendoza
Godínez. Ese primer acercamiento pudo servir
para que el Mandatario estatal los conminara a colaborar y coordinarse en el
combate a la inseguridad. Hoy que los presidentes municipales
están pidiendo un adelanto de participaciones para pagar los aguinaldos, es
buen momento para que el Gobierno del Estado les pida reciprocidad y los
apriete para que de una vez por todas se involucren en los temas para recuperar
la paz y tranquilidad en Colima. El caso de la capital del estado es
diferente al de los otros nueve municipios, pues aquí, desde los años 60, el
entonces gobernador Francisco Velasco Curiel le suprimió la policía al
Ayuntamiento. En tiempos recientes, el alcalde
Ignacio Peralta sentó las bases para que el Ayuntamiento de Colima tuviera
nuevamente su propia policía. Con Federico Rangel Lozano se avanzó y se tenían
ya 40 agentes de Seguridad Pública, Tránsito y Vialidad que eran parte de la
Policía Estatal Acreditable. Sin embargo, con la llegada de Héctor
Insúa ese avance no sólo se frenó, sino que desapareció y no se trabajó más en
la consolidación de la policía de la capital del estado. Hay que recordar que
para el entonces Alcalde, la seguridad no era prioridad y a los elementos de la
corporación los ponía a barrer calles y camellones, en lugar de cumplir su
labor fundamental. Leoncio Morán se comprometió en
campaña a crear la Policía Municipal, pero a casi 2 meses de iniciado su
mandato, no se ve que haya retomado lo que empezó Nacho Peralta y continuó
Federico Rangel.
Así como el Gobierno del Estado debe
exigir a los alcaldes involucrarse en el asunto, lo debe hacer también el
Gobierno Federal, pues cada año envía una buena cantidad de dinero etiquetado
para seguridad, a través de diversos programas, que llegan directamente a los
Ayuntamientos y del que no se sabe si dan cuentas claras.