Una torta de tamal
PETRONILO VÁZQUEZ VUELVAS
Viernes 14 de Diciembre de 2018 8:08 am
ALLÁ por 1979, su servidor vivió un
tiempo por el rumbo de Indios Verdes, en la colonia Santa Isabel Tola, en
Insurgentes Norte, en la Ciudad de México. Unos metros al sur se encuentra un
jardín dedicado a las buenas relaciones entre México y España, se llama La
Hispanidad, o algo así, y como referencia tiene una estatua de Don Quijote y
Sancho Panza. Venía de vivir una temporadita en la
calle de Coquimbo, en la colonia semiresidencial de Lindavista, donde una
propietaria, escasa de circulante, nos tenía abonados a un colimense, un
duranguense y a Hermilo, un maestro de Torreón, con el que todavía tengo buena
y amistosa comunicación. Pero había una marcada diferencia entre mi pequeño
cuartito compartido en Lindavista y el triste cuartucho de lámina pintada en
guinda mate que me abrigó en mi nueva colonia. Quién sabe en qué estuvo que un amigo
maestro, procedente de la sierra norte de Puebla, de nombre Pedro Larios
García, me convenció para mudarme a ese recoveco de 3 por 3, de mala muerte.
Algunos días de asueto me iba caminando de mi domicilio a la Basílica, distante
unas cuantas cuadras. Había un gran comercio establecido alrededor, mucha
zapatería, almacenes de ropa y una marisquería a donde seguido llegaba y donde
una vez tuve la oportunidad de conocer y compartir la mesa, casualmente, con un
delgado compositor guerrerense que había tenido fugaz éxito con un tema llamado
Las Mariposas y se hacía llamar Figueroa. De eso les platicaré otro día. Ese año llegué a la Basílica como a
las 10 de la noche del 11 de diciembre; para la misa de gallo, me fue imposible
entrar siquiera al amplísimo atrio de no sé de cuántas hectáreas, los tumultos
se hacían nudo, la avenida de Los Misterios era un surtidor permanente de ríos
de gente venida de todo el país; los pequeños mesones y hoteles de alrededor
estaban saturados, mucha gente acostada en las banquetas, una que otra casa de
campaña, la mayoría de personas tiradas en el piso, y esa estampa se admiraba a
varias cuadras alrededor, mientras que la avenida de Los Misterios no dejaba de
surtir gente por cientos de miles. Danzas de todos tipos y colores,
muchos nos distraíamos viendo los estandartes para leer el lugar de origen.
Unos peregrinos hincados, otros con la espalda desnuda y las clásicas tunas
espinosas; los niños, con los cachetes ajados por el frío. No había remanso
alguno, seguía llegando gente por todos lados. Como a la una de la mañana sentí
hambre y me acerqué a un puesto de los cientos instalados semifijos; ese estaba
por donde se inicia la calzada Guadalupe, y esperé mi turno. Había de todo: atole, champurrado,
huaraches, quesadillas y un cerro de tamales que resurtían vertiginosamente en
la medida de que la gente pedía y pedía una torta de tamal. Válgame Dios, puse
atención, y efectivamente, la regordetita señora no se daba abasto, sacando de
una gran caja, tibias y tremendas teleras aderezadas con tradicionales condimentos,
para rápida colocarle en medio un tamal calientito, y el que sigue. Me quedé
viendo el gusto con que le hincaban el diente mis madrugadores, cuan fortuitos
compañeros. Pedí un champurrado y un doradito
tamal, y me recargué en la baranda perimetral del famoso santuario, para
comerlo y seguir admirando el remolino de gente; hacía mucho frío a esa hora y
los peregrinos continuaban llegando, no había un lugar en las banquetas, no
había un lugar en las calles, los puesteros y vendedores de imágenes y escapularios
estaban haciendo su agosto en pleno diciembre, pero a la gente no le importaba,
llegaba con mucho esfuerzo, con la mirada tendida hacia el fondo de la
Basílica, y salía, buscando mitigar el hambre.
Regresé caminando como a las 2 a mi
cartuchito de lámina mate, pensando en que lejos de desaparecer la fe en la
Virgen del Tepeyac, continúa más arraigada que nunca en la esencia de nuestro
pueblo. Quinientos años después, no han hecho otra cosa que acrecentarla.