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Filosofía marismeña



RAMÓN LARRAÑAGA TORRÓNTEGUI

Infancia


Lunes 31 de Diciembre de 2018 7:37 am


RECUERDO que en los momentos de juego dentro de casa, solía sentarme tranquilamente en mi cama para observar mis juguetes, examinaba a los caballitos, vacas y vaqueros. Llevaba a cabo reproducciones fieles de los animales que arriaba todos los días, tan exactos que en ocasiones me sentía dando vida a esos vaqueros. Mis pensamientos iban y venían, luego ante el cansancio, guardaba mis juguetes en una caja de zapatos, para regresar a mi realidad. Mi rutina tenía mucho que ver con estas actividades, no me costaba nada de imaginación crear un mundo distinto y poner en marcha la diversión.

Aquellos juegos me hacían un niño feliz, sentía la pasión por las labores del campo, lo que me hacía volar tan lejos y cerca a la vez, creyendo que estaba en un campo de batalla real. En otras ocasiones arrastraba un camión de madera con redilas, pero con bastante tonelaje, lo hacía bajar por caminos quebrados y lo subía entre las piedras. Tenía también un pequeño avión que levantaba con la mano derecha, echándome a correr con la cabeza en alto, mirando al cielo y emitiendo el sonido de las avionetas que iban y venían al mineral de Tayoltita, Durango; las escuchaba cruzar por las mañanas cerca de mi ventana, eso sí era volar.

Recuerdo también que establecía mi propia guerra tirándome al suelo, dejando descender suavemente el avión, de la misma manera que en las películas que disfrutaba en el cine del pueblo. Nadie conocía el secreto de mis juegos inventados, donde irradiaba felicidad. Me sentía libre, con esa paz infinita del que no conoce las mortificaciones y está convencido de que la vida es para disfrutarla en cualquier circunstancia.

Imagine usted el silencio del campo, poder cantar y gritar sin que nadie lo escuche, ponerse en contacto con el canto de los pájaros y mantener el contacto con la naturales. Ello es un ejemplo de plenitud, sin la responsabilidad de que otras personas dependan de usted, simplemente actuar con todo el tiempo del mundo, saludar con chiflido a los habitantes de ese entorno. Un espacio donde no caben preguntas ni el tiempo, sólo vivir sin alteraciones molestas.

Las tardes las dedicaba a planear viajes y rutas un tanto extremas, siempre he pensado que la naturaleza tiene mucho por ofrecernos, que todavía queda por descubrir tanto. Pensaba en las alternativas, si me iba en burro, caballo o a pie. Memorizaba el camino a seguir, y por supuesto, sus posibles eventualidades y dificultades. Por la noche me acostaba repasando aquel recorrido antes de apagar el alumbrado de petróleo que mantenía encendido en una mesita cerca de mi cama.

Llegó a mi mente cuando en la secundaria compré un reloj chino con tres rueditas dentro que marcaban diferentes horas. Para jugar con el mismo, apagaba el mechón del alumbrado, para ver las manecillas fluorescentes, las cuales resplandecían en la oscuridad. Ya en la cama, quedaba absorto, viendo el movimiento de las diferentes manecillas, hasta quedarme profundamente dormido.

La hora para levantarme era entre las 4 ó 5 de la mañana, y no es que me cayera de la cama, sino que ayudaba a mi mamá en sus labores de casa y trabajo que mantenía en un mercado. En los días que no tocaba hacer nada, me dejaban dormir mi madre profundamente hasta las 7 de la mañana, entonces despertaba desesperado, instintivamente mirando el sol entrar por la ventana, saliendo en automático hacia el comedor, mientras bostezaba. Mi pronóstico nunca fallaba, tenía el tiempo exacto para desayunar, lavarme la cara, arreglarme e irme a la escuela, para a las 8 de la mañana estar ya en primera fila. Tenía miedo de llegar tarde, aunque no se acostumbraba que nos cerraran la puerta, era incómodo que el maestro te mirara con ojos de pocos amigos si esto sucedía, pues en aquel tiempo ser puntual hablaba muy bien de tus costumbres y formación.

Era una vida de convivencia, donde el niño era querido, convirtiéndose en infatigable trabajador o jugador con su imaginación, eso me encantaba, cuidaba los libros como algo muy mío, era extraordinario reírnos entre los compañeros por chistes sin sentido, mostrando la alegría y lo sana que parecía la vida.

Pienso que de esa sencillez están muchas personas que ven la vida hermosa, se esfuerzan en su lucha, aprenden a conservar y estimar amigos, conocen sus primeros amores, la que ríe bonito, la que canta, baila, la de mejores calificaciones. Se disfruta y se quiere la vida cada minuto, es la etapa reivindicatoria de nuestro derecho a ser felices. Es en donde el niño es grande y se cree con el poder suficiente para arrojar toneladas de felicidad a su familia. Tiempo en que no se sufre, donde la desilusión no existe.

Ahora que comienza un nuevo año, será bueno que las personas reflexionen, hagan un recuento de todos los momentos felices y éstos se sobrepongan a las malas situaciones que conforme somos adultos se nos presentan.

Es tiempo de unión familiar, de juegos también con los hijos y nietos, de convivencia pacífica con los parientes lejanos y los vecinos. Este será un momento ideal para proponernos nuevas metas y cumplirlas a corto plazo, pero eso sí, con alegría, entusiasmo y ganas que siempre se caracterizaban en nuestra niñez, porque es importante jamás perder los sueños ni ideales, pero más lo será llevarlos a cabo, por bien propio, de los nuestros y la sociedad toda.