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La danza



PETRONILO VÁZQUEZ VUELVAS


Viernes 11 de Enero de 2019 7:30 am


ENERO era un mes muy de ambiente para quienes fuimos niños por los años 60. Por un lado, era una delicia acompañar a nuestros padres a la construcción de los tablados. Algunas veces como espectadores y otras como ayudantes, arrimando las sogas, ixtles, escuadras o petates. Llegábamos a la casa enterregados y nos echábamos un baño a jicaradas, para salir acompañados de nuestra madre a la casa de mi abuelo Miguel.

Desde la esquina de la tienda de Natalia divisaba a don Miguel, un hombre chaparrón, panzoncito, con su piel blanca y ojos verdes, moviendo las manos para ordenar a los hombres que participaban en la danza. A un lado, como siempre, la indiona con su falda larga, floreada en color pastel, de piel casi mulata, con sus trenzas bien hechas y el mandil terciado en el brazo izquierdo; era mi abuela Jesús, compañera inseparable de mi abuelo.

Afuera de esa casa, por la calle Narciso Mendoza, se arremolinaban muchos señores para iniciar el ensayo de la danza que se presentaría en la peregrinación a Talpa. Practicaban todo el mes, de 8 de la noche a las 9 y media, se reunían para sincronizar los pasos, la sencilla coreografía, y memorizar el coloquio que remembraba la conquista de los mexicas por los españoles.

Ahí veíamos representados a Cortés, a Gonzalo de Sandoval, a Cristóbal de Olid y otros destacados ibéricos personificados muy calificadamente por nuestros vecinos. En la otra fila, podíamos encontrar a Cuauhtémoc, Moctezuma, La Malinche y otros bizarros mexicas haciendo el parlamento y contestando puntualmente el diálogo versado sobre el histórico acontecimiento.

La gente, en cantidad de 100 ó 150, se acomodaba en la banqueta o en las sillas que sacaban para mayor comodidad. Daniel Tapia o el Güero Milio eran “los viejos”, correteaban a los chiquillos que se acercaban en torno a la danza y si algún distraído era asegurado, los otros venían corriendo, y entre todos lo “manteaban”. El más ágil era Miguel Silva, que pegaba unas carreronas que parecía venado, aunque para brincar no había otro como don Chuy El Parchado, que representaba al indio de la flecha y pegaba unos saltos descomunales.

Aparte de La Malinche, había otra mujer a la que le decían La Marina, del lado de los españoles, y el coloquio se repetía y repetía todas las noches, hasta que se afinaba y se decía de corridito. Esta representación se hacía todas las noches y la gente al pie; las noches de enero era nuestra rutina esperar la hora para acomodarnos frente a la casona de mi abuelo para vernos otra vez los mismos, platicar y divertirnos sanamente con ese sencillo ejercicio dancístico. Eran los albores de la segunda mitad del siglo pasado, en una Villa pueblerina y risueña, con su cara de adobe y teja, pero muy limpia y aliñada.

Estas reuniones terminaban un viernes anterior a la salida, antes eran 4 días, uno de ida, salíamos a las 4 de la mañana y llegábamos a las 6 ó 7 de la tarde; 2 de estancia en Talpa y uno más de regreso. Pero les decía que un viernes antes terminaba el ensayo para, el domingo siguiente, realizar “el ensayo real”. Ese día, todos los danzantes se concentraban en la misma casa de mi abuelo y desde ahí, a las 5 de la tarde partían al Curato y en las canchas que estaban en la parte de atrás, muy elegantemente vestidos, caracterizados como el personaje que escenificaban, ahora sí a representar, tratando de no equivocarse el coloquio completo. Muy elegante y colorida esa agrupación, que convocaba centenares de personas para ver a nuestros vecinos escenificar los hechos de la Conquista de México.

Sus actores eran gente sencilla y humilde, que con mucha fe esperaban el fin de enero para viajar hasta Talpa y entrar en peregrinación el 1 de febrero; así fue desde hace 89 años, y así será este año. Sólo que la danza la lleva ahora Petra, la que vive por La Frontera.