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SABBATH



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Cantos de la noche


Sábado 12 de Enero de 2019 7:34 am


SE anuncia el viento con un primer golpe de madera. Las más altas ramas de los más altos árboles chocan entre sí mecidas por la vanguardia del soplo. Toc, se escucha. Es el aviso de que atrás viene la masa grande que hará hablar al follaje. 

Las voces, de ramas y hojas estremecidas, son palabras que no se entienden, murmullos de tono bajo. Son muchas, como si pasara un grupo de personas hablando entre dientes, conversando como si vinieran de lejos acercándose, caminando. Puede uno imaginar a los andantes como fantasmas que transcurren por un mundo que ya no les pertenece y sin embargo aún habitan; apariciones involuntarias de seres que pasan ocupados de ellos mismos, ensimismados, indiferentes a la vida, mujeres antiguas envueltas en rebozos, pañoletas y sevillanas de un tiempo que como ellos se volvió polvo. Hombres que las acompañan, de sombrero de cuatro pedradas y barbiquejo de gamuza, calzón de manta y ceñidor colorado, huaraches de correa, uñas de los pies crecidas, pintadas de negro por la arcilla de sus interminables caminos, y un zarape que los cubre de un frío tan helado que hasta los difuntos tiritan.

Es una forma de entender el lenguaje de este viento de la primera nocturnidad que pasa por la barranca apresurado, con ganas de llegar a tiempo al valle o pasar de esta montaña a los cielos más tibios hasta tocar la sierra de enfrente, donde volverán a nacer los murmullos, otros murmullos, distintos a estos, con otros muertos, otros fantasmas, otros errabundos.

Me divierto imaginando la peregrinación de estas ánimas murmurantes, sin destino cierto, que se silencian cuando el viento cesa un momento para, poco después, reanudar el paso.

O tal vez sean otros los muertos que transcurren. Viene del mar el viento. ¿Qué tal si las voces, los murmullos, son de marineros que alguna vez bogaron sin llegar a puerto y la mano terrible de un huracán los volvió náufragos, primero, y cadáveres después? Restos que se hundieron para en seguida aboyar, navegar a la deriva y convertirse en manjar de tiburones y otros peces, si acaso la carne humana muerta sea apetecible o sólo sea un no hay más.

Son marinos que cantan canciones a mujeres que los esperaron, como Penélopes, sin esperanza, con fatalidad, hasta que ellas mismas se volvieron viejas y murieron sin volver a ver al hombre que amaron. Fantasmas ya, se congregaron como tripulación sombría, volvieron de otro modo, en una forma de vida que no es vida, sino un estado de ser y no ser, una segunda oportunidad fallida, un peregrinar en busca de no sé sabe qué ni para cuando.

Cantan los marinos sin barco. No caminan, flotan; no en el agua, sino en el aire, llevados por el viento sin necesidad de velas. Ahora, en esta ola, pasan ellos por encima del dosel y dejan sus cantos como drupas que caen de un mojo, a cuyo pie espero a mi vez algo vivo, visible, palpable, abatible: el venado.

Esperar la llegada del ciervo es asunto de paciencia. Has encontrado el lugar donde los rastros del hollar te indican que sí, que ese es el camino al agua, licor de vida, líquido para renacer. En ese lapso, la noche canta.

Aparecen los tejones. Con desfachatez, como si la realidad les perteneciera sólo a ellos, exclusiva. Descienden al suelo, ruedan guijarros, anuncian su identidad silvestre, natural; beben de la tinaja de la indiscreción y me recuerdan, por el chasquido de sus labios y lengua, a los perros cuando apaciguan la sed. Son muchos. Forman una banda de impertinentes vándalos, van y vienen, chillan de contento y pisan como animales prehistóricos con la planta grande de que la vida los abasteció. Terminan y, ahítos, se van. Más tarde vendrá otra horda de estos coludos iconoclastas. Y entre una y otra, el sigiloso andar del tejón solitario, el viejo macho ermitaño que sólo se acerca al nopal cuando tiene tunas, que se arrima a la manada cuando las hembras entran en celo y él acude a cumplir la sacra misión de la progenie, para alejarse luego a un mundo cuyo único habitante es él. Buena vida, la suya, hasta que una escopeta le ponga límite.

Es la hora de la lechuza. El viento se ha ido con sus voces arcaicas, callaron sus fantasmas. Desde lo alto, el gran búho atiende los sonidos del silencio. Le basta el paso leve del pequeño ratón nocturno para ubicarlo y descender, sin ruido el vuelo, preciso, a donde está la presa, como si alguien lo llamara diciéndole ¡la cena está servida!

Ronda el armadillo, confiado, nervioso, prehistórico. Hiperactivo, faena por la comida, con sus ínfimos ojitos, que no acaban de despertar nunca, y el radar de su olfato. Al principio, confundo su paso con el del ciervo. Emociones al vacío.

-¡Booooooooom!- resuena el fuego arriba, cerca. Es uno de mis amigos. Pronto, otro trueno. Quizá falló. Lo sabré en instantes. Sí, el ciervo aparece ahora allá, abajo, junto a la corriente de agua. Resopla un poco. Desconfía. Se acerca. Duda en cruzar hacia donde estoy. Patea el suelo. Vuelve a resoplar. Lo espero. Tendrá que venir y pasar frente a mí, cerca del gran mojo que me cubre. Será la hora para mí.

Nunca llegó. Se ha devuelto en un momento de la noche, pisando leve, flotando casi, como los muertos que por aquí mismo pasaron temprano murmurando, aunque él ni siquiera permite un sonido. Se va silente. Está a salvo por ahora.