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Desobediente



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 16 de Febrero de 2019 7:32 am


LAS enfermedades son indeseables, pero más de alguno puede desearlas en supuestos enemigos. El deseo puede ser pensado, en broma, en momentos de desesperación, pero puede ser un deseo real al sentirse afectado en su integridad moral, física o material. Son respuestas inmediatas.

Pedro me decía lo mismo. A sus 45 años, en el calor del trueque en Cosco, platicamos en espera de que la lluvia se calmara en donde llueve 14 meses al año, dicen los del rumbo. Estoy enfermo por voluntad de alguien que me hizo y me deseó el mal. Un envidioso pidió a Dios mi enfermedad y me enfermé. Su cara evidenciaba la resignación y, al mismo tiempo, evocaba recuerdos de libertad que él mismo reafirmó esa mañana de lunes. Extrañaba su vida normal. Cualquiera, pensé.

Su padre escuchaba al lado de ambos, mientras atendía los intercambios comerciales plenos de tradición ejercida por siglos y casi perdida en la economía moderna, pues la herencia española impuso el ya usual y dominante comercio.

Pedro era una pata de perro, dijo su padre, Pedro el mayor, un hombre que lucía canas rizadas y largas, su piel morena lo acusaba de influencia afro, muy evidente en el rumbo. De hecho, admiraba a Yanga, el príncipe africano que fundó y liberó ese pueblo de esclavos africanos cimarrones, cerca de la actual Córdoba. Decía ser parte de ese linaje. Cada quien, pensé.

Don Pedro decía que su hijo siempre fue un gestor de beneficios personales y a veces para la familia. Algunos beneficios eran las mujeres del rumbo que con él se entendían, era frecuente la renovación de sus amores, afirmaba el papá, cabizbajo mientras se refería a su hijo.

Recibió café en grano a cambio de unas verduras en ese gracioso tianguis, don Pedro lo guardó y siguió exponiendo su mercancía de intercambio. Entonces me surgieron las dudas de la utilidad económica personal de cada productor o comerciante. Seguimos platicando, pues la lluvia no cesaba.

Les invité un café caliente, el clima lo exigía y el pan lo complementaba. Pedro, el hijo, estaba seguro que alguien le mandó una especie de maldición, quizá el esposo de alguna mujer o un novio resentido. Nunca lo sabrán, pensé, pero seguirá igual, sin remedio alguno, los estudios médicos así lo indican.

Su padre dice que eso le pasó por andar de un lado a otro, sin avisar y sin permiso. Varias veces le dijimos que se casara, que formara su familia y que sentara cabeza, pero no quiso y siguió visitando pueblos, subiéndose a los viejos camiones yendo por caminos inseguros. A alguien colmó su paciencia, comentaba don Pedro con los brazos extendidos, como queriendo reforzar su dicho. Su hijo negaba, pero en el fondo creía que sí, alguien indujo su enfermedad. Meses después murió su madre, ahora su padre era todo para él, Pedrito era dependiente de su padre.

El camión se resbaló en el pesado lodo, el chofer no pudo controlar el autobús y poco a poco cayó al barranco hasta detenerse en un gran árbol. Todos dieron vueltas mientras bajaban y Pedrito escuchó llantos, gritos, ruidos, sintió golpes. Horas después los auxiliaron, hace 20 años no había servicio telefónico como hoy, les ayudaron porque los vieron.

Desde entonces, Pedrito no sabe de sus extremidades inferiores, no camina y no sabe cómo resolver otros males. Quizá el chofer jovencito y borracho fue enviado por alguien para que le hiciera un mal a Pedro, piensan su padre y otros familiares. Seguramente alguna mujer resentida o un hombre agraviado le deseó el mal y lo aventaron al barranco.

Desde hace poco más de 20 años, don Pedro, su hijo y familiares buscan una razón de la discapacidad de Pedrito. No se resignan. El sacerdote católico, Salvador, les ha dicho que no busquen la causa en otros, sino en sus mismas acciones, un accidente puede ser casual. Es válido buscar mil razones para aminorar la carga. Don pedro insiste que está malo por desobedecer a sus padres.

Los hijos que Pedrito tuvo en sus andares amorosos no lo visitan, a sus madres les da pena verlo en silla de ruedas.


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