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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Un gato salvaje importante


Sábado 16 de Febrero de 2019 7:39 am


HACE tiempo, un buen amigo y compañero de caza, se apertrechó cerca de un mojo a espiar venado. Buen lugar. El árbol estaba en privanza y los frutos, apetecidos por ciervos, jabalíes, chachalacas y tejones, caían al suelo intermitentemente con el ruido propio de la pequeña drupa golpeando la hojarasca, como cuando las ciruelas o los nances maduros se desprenden de la rama. 

Paciente, relajado, mi amigo vio de pronto una sombra veloz que trepaba por el tronco del mojo hasta las ramas de media altura. Al principio, el cazador estaba confundido. Creía que el animal era una matrica. Matrica es el nombre con que se identifica a un mamífero pequeño cuya forma sería -lo digo arbitrariamente, sólo para dar una imagen aproximada- entre la de un mono y un tejón de manada. Comúnmente, en el campo colimense donde se les ve, se les llama changos matricas. Son ágiles, veloces y les gusta trepar a los árboles para trasladarse o alimentarse.

El bicho comenzó a sacudir las ramas del mojo. Así, caía una cantidad mayor de frutos que mediante el proceso natural. Pronto, el suelo estaba pletórico de esas dulces, pequeñas y aromáticas drupas que palatables a venados, jabalíes, chachalacas y tejones. De la semilla del mojo, mediante tostado, mezcla con canela y molido, se obtiene un polvillo que sirve para preparar una infusión oscura que en Colima llamamos café de mojo. Bebida aromática, de agradable sabor, se endulza con miel de abeja. Es una exquisitez, si se prepara con la medida justa, poca, sin exceso, una cucharada del polvillo por taza de agua, pues si se pone de más puede resultar amarga. Se le consigue en varias tiendas de barrio tradicionales.

Intrigado, mi amigo observó con detenimiento al animal que, frenético, tumbaba frutos del mojo moviendo con fuerza las ramas. Lo hacía a propósito. Era evidente que aquella conducta alejaría, al menos en ese momento, a los venados que estuviesen cerca a punto de entrar a comer. Se levantó del puesto a ahuyentar al intruso. Sólo le generaba dudas de que fuese una matrica, pues este pequeño mamífero arbóreo se desplaza en manada y el del caso andaba solitario. Cuando lo vio, la bestia lo miró a él también y como de rayo escapó con la misma agilidad y velocidad con que había llegado a treparse al mojo. Lo distinguió: era un mojocuán.

El mojocuán es uno de los seis felinos salvajes que habitan México. Es un gato mediano, del tamaño de un perro, de larga cola y pelaje que puede ir del manchado negro sobre manto amarillo o anaranjado y rayas longitudinales blancas, al modo del jaguar o el tigrillo, hasta el pardo uniforme al modo de la onza o el puma. Se le conoce también por ocelote, derivado de la palabra náhuatl tlalocélotl, que significa tigrillo.

Gran cazador, mide entre 85 centímetros y hasta metro y medio, cola incluida. Caminante persistente, se traslada sigiloso por el sotobosque a la búsqueda de presas, a las que atrapa por sorpresa o al acecho. Me convencí, con la narración de mi amigo a la mañana siguiente del avistamiento -estaba yo en mi propio puesto, a una hora, aproximadamente, del suyo- de la inteligencia cinegética del felino. Cuando trepó al mojo y sacudió las ramas, ni jugaba ni preparaba el encame para dormir. Lo hacía para tumbar frutos y atraer a las presas, a las que acecharía desde lo alto, donde no pudieran olfatearlo. Me pareció un gato admirable.

¿Será por esa conducta que se le llama mojocuán, en referencia al árbol de mojo? Por el modo que lo hizo, parece un comportamiento aprendido tal vez de su madre, cuando el felino era cachorro o juvenil, antes de separarse para faenar por la vida solo, en montes, roquedales y arroyos. Se aparece con frecuencia cerca de los ojos de agua, tanto para beber él mismo o acechar presas que arriben a abrevar. 

Cuando gruñe con su voz entre grave y aguda -en la escala humana sería un barítono-, ahuyenta la caza. Al menos, la aleja de los puestos de los cazadores humanos, pero acaso le sirva a él para provocar el movimiento de ciervos, jabalíes, tejones y hasta aves en la noche para ubicarlos, perseguirlos, aproximarse, acecharlos y atraparlos.

Por mucho que busqué la etimología de la palabra mojocuán, no lo encontré. Ni en diccionarios de náhuatl, purépecha y tzotzil, y menos aun en el de la Real Academia Española de la Lengua, siempre un poco despistado.

Muchas palabras que nombran animales y vegetales en el monte, son de raíces de la lengua náhuatl. Ocelote es una de ellas, como lo son coyote, mapache, guajolote, malcoa, huilota, entre muchas más de la fauna silvestre. Igual en la flora: coyotomate, un árbol alto, de fuerte tronco y tupido follaje, que también se llama uvalán o ahuilote, nombre este último también de origen náhuatl.

Como fuere, el mojocuán u ocelote es el tercero más grande de los felinos salvajes de Colima. Lo superan en fuerza y tamaño sólo el jaguar y el puma. A cambio, este gato mediano es inteligente, astuto y atrevido. Constituye uno de los factores importantes para el equilibrio de poblaciones silvestres, sobre todo de venado y jabalí. Ha tomado preponderancia ante la escasez de jaguares y pumas, que son los principales cazadores de mamíferos mayores.