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Caldo de erizos



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 02 de Marzo de 2019 7:47 am


COMER es natural. Todo ser viviente necesita alimentos. Entre humanos, la diferencia es qué comemos y qué podemos comer. Entre nosotros, simples ciudadanos, qué comer depende del poder económico de cada persona. Pero comemos.

Bajo esa premisa, las remembranzas abundan para ilustrar las experiencias alrededor de los alimentos. Además del valor nutritivo o de llenar la panza, la comida tiene valores estimados por los comensales. 

A veces, el valor lo da el organizador o anfitrión. Una reunión social o familiar, por ejemplo, los festejos por onomásticos o días sociales reconocidos, se convierten en una competencia por aparentar la mejor reunión, menú, vestimentas y el sitio. Frivolidades enraizadas en el llamado tejido social.

Me decía una amiga que esas competencias sangran los bolsillos. Hay familias que durante un año o más, ahorran para hacer lucir la fiesta de su quinceañera, endeudándose por años. Queda la satisfacción de una misa solemne y una fiesta estresante. Bueno, dice mi amiga, el estrés económico será largo.

Votas por mí, es un mensaje entendible. Hay comidas con fines políticos. Cada 3 años reaparecen espontáneas reuniones protagonizadas por alguien con gran visión por su pueblo y corazón de benefactor, ya sea ejerciendo como Presidente Municipal, Diputado, Gobernador o Senador. Lo importante es ser y estar en tiempo y forma. Ahí los alimentos pierden interés, son de formato único, importa quién logra llevar más invitados que se comprometan con el protagonista.

Ah, las de negocios son una chulada, como los desayunos de los mirreyes de la película. En el proceso de aprendizaje hay que apantallar al adversario. Lo invitan al lugar caro y con un menú fifí llamado gourmet que cuando sirven lo que pediste uno dice ah, son viles tamales de rajas. El oponente, por dentro se burla del invitado novato. Bueno, así se valora al adversario y hasta inhiben su defensa, lo que significa menor pago por sus servicios.

A mí me encantan los espontáneos encuentros que logran convertirse en amistades por siempre. Esos encuentros sin fines de lucro, muy sanos, donde podemos conocer la historia de las cosas que nos rodean, las costumbres de ayer y hoy.

Sin presumir la cocina, sí se presume el amor con que se cocina, el empeño puesto al elaborar los sagrados alimentos, lo que ellos comen día con día desde tiempos lejanos. La sencillez de la gente ajena a las costumbres citadinas enroladas en la esperanza de un día ser respetados poderosos, permite el vínculo sencillo y noble. Se afianzan las relaciones entre personas antes desconocidas.

Un día me ofrecieron erizos cocidos. Dije que sí. Esperé para saborear un espléndido caldillo sazonado con verduras suaves, además del jitomate y la cebolla, todo rociado con limón. No había duda, estábamos a unos kilómetros del mar y mi boca se hacía agua pensando en el rojo o negro marisco del Golfo.

Mientras, me hice unos machitos con sal muy molida, allá no hay sal de Colima. Al salir las tortillas del comal, las aplasté como me enseñaron en casa, degusté varios con agua fresca hecha con las más ricas y baratas mandarinas que hasta la fecha he probado, las de Martínez de la Torre.

Al ver el caldo de erizos quedé sorprendido. Eran verdes y claros, casi blancos, un caldo transparente, caldito vegano con jitomate, cebolla y mil tortillas. Pregunté de dónde eran los erizos y con el índice apuntaron al huerto de chayotes, llamados erizos por aquellos rumbos del Golfo. Me resigné y me harté de chayotes y tortillas. Mi estómago viajó ligero al puerto y así estuvo hasta el día siguiente, yo satisfecho.

Tuve nuevos amigos. Les platiqué lo que pensé de los erizos y lo que sentí al ver los chayotes. Sendas carcajadas. Somos pobres, pero amigos. Regrese cuando guste, será padrino de mi nieto. Me conmovió su franqueza. Volví a comer chayotes. No hubo acuerdos políticos ni hubo negocios. La amistad fue producto de la espontaneidad. Extraño a esos amigos. Regresaré.


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