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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Agua de las piedras


Sábado 09 de Marzo de 2019 8:00 am


1.- “Sacar agua de las piedras”, es una expresión aplicable a alguien que resuelve problemas con pocos recursos y ante toda adversidad. El dicho parte del supuesto de que las piedras no dan agua. Rocas, guijarros, cantos, pedruscos, peñas son formaciones minerales con mínimas cantidades de agua, casi nada.

Pero de las rocas sí brota agua en ocasiones. Tuve el privilegio de observar un brote de refrescante, puro, limpio líquido sin el cual la vida es imposible, salvo para algunos raros organismos extremofilios que soportan ambientes que son mezcla de elementos con casi nada de agua.

Estaba ahí el pequeño paredón de unos ocho metros de longitud y no más de uno y medio de altura, húmedo, del que fluían hilos del líquido que sustenta la vida. Con el tiempo, habían formado pequeñas estalactitas calizas y otros minerales que se conjuntaron a manera de un grifo vertical. Varios recovecos en la pared de roca, escurrían. Quizá la presión del agua buscando salida al mundo iluminado fracturó la dura piedra un día afortunado. Creó entonces un camino para que este pedazo mínimo del planeta bebiera vida.

Llega escasa aquí, a este roquedal, la luz del sol. Hay sombra de los grandes árboles del entorno inmediato. Los paredones de la barranca cercanos a la cima de esta montaña contribuyen al sombrío, evitan la evaporación y propician que nazcan hilos que más abajo serán corriente delgada que llenarán ollas de roca a donde acudirán pájaros, abejas, palomas, chachalacas, serpientes, jabalíes, venados, tejones, tlacuaches y muchos otros bichos que abrevan cada que la sed reclama satisfacción. Bulle la vida animal.

También la vegetal, que es otra parte del conjunto natural. Crecen tímidos y contentos helechos y otras hierbas mínimas al amparo del agua y la sombra. Un verdor alegre se lanza a los ojos del observador.

Descansamos un rato. Rellenamos los envases de leche reciclados. De esta agua pura y fresca, pletórica de minerales y sales buenas, pocos beben.

2.- Lejos de ahí –otro rumbo, otra montaña, otro día– la corriente se escurre leve. Forma estanques breves y luego encuentra camino. Baja por gravedad, a su ritmo sin prisa, aunque constante. Y eso que el calor ha calentado al mundo. Lleno una botella. Fue un error. De los charcos transparentes, con guijarros ocres, rojos, verdes y grises del fondo, me avituallo. Será suficiente. Estaré aquí a la espera de jabalíes y venados. Subo a mi baluarte. Tomo una posición tan cómoda como el terreno lo permite, en el repecho de una roca grande. Más tarde bebo. Varias veces bebo.

Aquel líquido transparente, fresco, incuestionable, me dio apuros toda la semana siguiente. En el estómago creció una insurgencia, una revolución, una guerra civil que me llevó al gastroenterólogo. Las apariencias, a veces, te enferman.

3.- Habíamos trajinado tres veces el cerro. Pasado el mediodía, hubo que regresar. Quedaba un poco de agua en una de mis botellas y faltaba un tramo largo de descenso. El sol azotaba la vida con saña. Le dí ese resto de líquido a mi hijo, Armando. Lo apuró en dos o tres tragos. Un buen amigo le ofreció su reserva, aunque esa agua estaba caliente de sol. También la bebió.

Una hora después de pasar la aduana del descenso, con sus garitas de sierrilla y sus alfombras de tierra suelta, piedras y hojarasca, llegamos a la camioneta. De ahí, al rancho tan rápido como la brecha nos permitía. Al llegar, casi nos tiramos a una pila donde el ganado abreva. Nos refrescamos. Luego, en la casa de nuestros amigos, bebimos agua limpia, fresca por la tinaja de barro que la guardaba. Una forma de volver a la vida cuando estuviste a punto del colapso. Ni siquiera nos importó que tanto esfuerzo no nos hubiera premiado con un ciervo. Será otro día. La caza es así: a veces generosa, en ocasiones tacaña. Un no cazador, jamás volvería. Desde entonces, han pasado muchos años y la caza sigue.

4.- Donde parece haber sólo vegetación, tierra y aire, también hay agua, si sabes encontrarla. 

Era un mediodía de infierno. Mi escopeta tuvo una falla. El beneficio fue para un majestuoso cola blanca de seis puntas que venía hacia mí despreocupado. Había largado a los arreadores y perros por cientos de metros. Desde mi puesto, apunté y no hubo disparo. Recargué el arma, pensando que los cartuchos eran la causa. Tampoco. El ciervo se fue de tres saltos y se perdió entre la tristeza de los matorrales.

El sol atizaba el mundo. Las suelas de las botas ardían, el calor pasaba a las plantas de los pies. La sombra, lejos. Y sin agua. Nadie tenía gota alguna. Todos la habíamos consumido. Y el regreso implicaba una caminata de al menos tres horas. ¡Qué le vamos a hacer! A caminar.

Nuestro amigo, ranchero de toda la vida, venadero indoblegable, nos guió a un lunar de árboles. -Aquí hay agua- dijo. Nadie la veía. Sonrió. Tomó el machete y pidió acercarnos. Dio un tajo diagonal a un bejuco y un agua limpia y clara brotó como de una pequeña manguera. Uno a uno, bebimos, tajo a tajo de aquel amial vegetal.

-No todos los bejucos dan agua buena. Hay que saber cuáles. Unos la dan amarga- nos advirtió. 

Bajamos con energía. Llegamos al arroyo, en el valle, y bebimos. Bebimos agua hasta saciarnos. No hubo venado. Ya tenía otro congelado para la cena de Navidad, esa noche.