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Caminamos sobre el oro



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 16 de Marzo de 2019 7:44 am


TEMPRANO nos reunimos para subir al cerro. Parecía peregrinación, 20 hombres y mujeres dispuestos a medir su fuerza y sudar. El premio era la tremenda vista panorámica de 360 grados y apreciar el paso de las aves migratorias. Cosas del trabajo.

El cerro era un pico de unos 500 metros de altura, no le veía forma de paila, quizá en lo alta sí parecería vasija o un recipiente. Los geólogos e ingenieros mineros, expertos en ese terreno, rodearon sus tobillos con cinta canela para cerrar el pantalón con las botas, una defensa contra las garrapatas. Luego se rociaron un líquido hasta las rodillas. Jaime el arqueólogo, mis hijos Ximena, Álvaro y yo, los imitamos sin mucho éxito.

Iniciamos el lento ascenso. Los ingenieros explicaban el proyecto y daban detalles cada 200 metros recorridos, sigo pensando que era para tomar aire. Escuchábamos el mañanero canto de las aves, el alboroto de las chachalacas y de los pericos. En lo alto del cielo veíamos otras aves rondando el cerro.

Seguíamos un camino de herradura abierto con máquina pesada, ahora la vegetación recobró su terreno, lo invadió y dejó un sencillo camino. Cicadae o cicas silvestres abundaban en el entorno, se mostraban como prehistóricos adornos sobrevivientes al paso del tiempo y por eso mismo hoy son ejemplares caros en el mercado de las plantas, ornamentación de lujo por su forma y su edad.

Seguimos cuesta arriba. El sudor recorría mi espalda. Mi hija Ximena avanzaba ligera y tranquila. Álvaro era un gamo. Ahí me enteré que un ingeniero y mi amigo arqueólogo debían ir más lentos por motivos de salud. Fui solidario y dije salud con un sorbo del buen café veracruzano, de lujo, preparado por mi hijo Álvaro. Cada descanso sabíamos más de la pretendida obra, yo me sorprendía más de la inversión económica y la paciencia de años de los dueños del dinero.

Casi al final del cerro, su cono invertido se angostaba, los caminantes nos reagrupábamos y el ascenso era aún más lento, la vereda más angosta, más empinada y peligrosa. Ya sentíamos en aire que venía del mar, fresco pero insuficiente para calmar el intenso calor húmedo del Golfo. Bueno, bajaré unos kilitos, pensé, buen premio.

De pronto, luego de 2 horas de camino, el arqueólogo nos detiene y nos muestra unas plataformas de piedra, simétricas y sencillas. Rodeaban al pico del cerro. Eran los restos de antiguas viviendas prehispánicas totonacas, ubicadas estratégicamente para dominar la vista, como panóptico. Todo era dominado desde la punta del cerro. Debió ser un privilegio vivir en esos sitios, y los habitantes debieron ser privilegiados para que sus sirvientes les dotaran de todos los insumos para su vida cotidiana, pues subir y bajar habría requerido de tiempo y grandes esfuerzos físicos que sólo la gente preparada hubiera sorteado. Imagino que fueron como los lujosos edificios urbanos de hoy.

Era un día de asombros gratos. Primero, no me cansé. Los otros, observar los vestigios de la cultura incrustados en los pliegues del cerro empinado. Apreciábamos la obra del capricho de los jefes prehispánicos, su visión del dominio y la prevención y defensa de los suyo. En paralelo está el cerro similar de Quiahuiztlán, desde donde los totonacas observaron el arribo de las naves de Cortés a la Villa Rica.

Llegamos a la cima, un espacio plano donde recibimos la fuerza del viento y el intenso sol. Increíble sitio que hoy sirve para las peregrinaciones de la gente del rumbo que ha montado una rústica cruz, quizá siguiendo la costumbre española de construir sobre lo majestuosidad de la obra prehispánica, para borrarlas del mapa.

Increíble mirador. Vimos la inmensidad del mar, miles de aves en su majestuoso y natural desfile migratorio, un vals en el cielo. Vimos la ingeniería totonaca de vivienda privilegiada y de defensa. Tomamos mil fotos. No queríamos bajar.

Caminamos sobre el oro que no vimos y que un día explotarán los mineros, el gran negocio de todos los tiempos.


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