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Sabbath



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

La espera y la mariposa


Sábado 16 de Marzo de 2019 7:54 am


LLEGAS al sitio donde acecharás la caza. Has caminado más de tres horas, incluidos los descansos en el trayecto, ascendiendo, escalando, descargando adrenalina en los puntos de riesgo. Podrías rodar y no escribir esto ni nada más. 

El último tramo es pesado. Una ladera de tierra y rocas sueltas, listas a bajar al amial llevándose a otras y a quien esté en este sendero que improvisas. Vas paso a paso. Ya tomas un tallo para sostenerte e impulsarte, esquivas la sierrilla, evitas los otates y sus desagradables ajuates. Observas la piedra siguiente y levemente, con la punta de la bota, pisando suave, verificas su estabilidad antes de poner el peso de tu pierna pleno. 

Por fin llegas. Te instalas en el baluarte donde estuviste la temporada anterior. Es bueno, lo sabes, por eso repites y esperas que de nuevo sea productivo. Tu amigo lo ha ampliado. Estarás más cómodo o, mejor, menos incómodo. Terminas de limpiarlo. Retiras la hojarasca, los guijarros, para que al pisar produzcas el menor ruido posible. Colocas la mochila al alcance del brazo. Revisas los dos asientos de piedra que usarás. Recargas el arma en un tronco, también al alcance de la mano. Le has quitado el portafusil para impedir que suenen los broches. Un ruido mínimo, extraño para el venado, puede espantarlo. Es pasado el mediodía, cerca de la una. Comenzaste el ascenso a eso de las 9. No estás cansado, pero sí desvelado por la jornada laboral del día anterior y las pocas horas de sueño que te permitió el horario para subir la montaña a tiempo, para llegar cuando el viento ya esté a tu favor. Revisas las linternas. Son tres. Mejor ser precavido. Podría fallar una. O necesitar otra en caso de emergencia. Nunca sabe uno. 

Ordenas la ropa por turno de uso. Poco a poco, conforme se acerque la noche, deberás abrigarte. Ahorita, el sol pega casi pleno. Improvisas una sombra. Sabes, sin embargo, que de noche aparece el inmisericorde cuchillo del frío. Entonces, caes en la cuenta de que dejaste una chamarra, tu último abrigo para cubrirte de madrugada, en la camioneta. La habías atado por fuera de la mochila y en el retén que revisó las armas en la carretera a tus amigos y a ti, la desataste para sacar los documentos que te permiten portar la escopeta y, descuidado, no la volviste a amarrar. Tienes sólo una endeble sudadera. Ni modo. Quizás debas decidir entre subir o no a la hamaca que has colocado a unos metros, en un árbol, para “espiar” desde ahí cuando arribe la oscurana. Porque allá, dos metros más alto, el frío es tanto que te pondrá a tiritar a eso de las 3 ó 4 de la madrugada y decidirás regresar al baluarte y levantarás más ruido que una manada de tejones. Eso no se hace, lo sabes. Tienes unas seis horas para pensar y decidir. Como ya has padecido las bajas temperaturas a 900 metros sobre el nivel del mar, sabes lo que es canela fina.

Terminas de acondicionar el puesto. Ah, olvidaste también el libro que debiste traer para alimentar el tiempo. Ni modo. Aline Petterson tendrá que esperar a la relectura urbana de su novela.

Estarás aquí unas 20 horas. Con cuidado, verificas el abastecimiento del arma. Hará cosa de 35 años, viste cómo un cazador descuidado dejó ir vivo un ciervo por no revisar la carga de su escopeta. Son lecciones que nunca se olvidan. No querrías que de pronto, en una, dos, cinco, diez horas, aparezca la res, encares el arma y… nada, que no tiene tiro “arriba”, en la recámara. Si cerrojeas, anda vete con el animal. No, eso no.

Miras el entorno. Una y otra vez, memorizas los senderos por donde, si corre la suerte a tu favor (aunque descreas de la suerte) caminarán los venados, sigilosos fantasmas del bosque, buscando el agua, allá, como 30 metros ladera abajo, con sus pasitos cautos, silentes, como brujas que volaran sin batir alas. Esperas que un ruido mínimo, un paso en la hojarasca, un pedrusco que ruede, los delate. Después, ya será cosa tuya.

Te sientas. Colocas una frazada a modo de asiento. La piedra sola es dura como alma de dictador. Piensas en esto, en aquello. Pasas de asuntos de la vida y de las teorías del origen del universo a si habrá venado o jabalí esta vez. Destierras con rapidez los asuntos políticos y bichos similares. Aquí eso está vetado. Respiras profundo cuando el viento remece el follaje y hace hablar a los árboles con las ramas que se rozan entre sí. El bosque tiene lenguaje, idioma, voz y canto, si sabes escuchar. El mundo está en paz.

De pronto, una mariposa de dorso anaranjado se posa en tu mano. Pliega las alas y se convierte en una hoja seca. Es el camuflaje que la protege. Te maravillas de los recursos de la evolución. Inmovilizas la mano para no espantarla. Segundos después, sientes la lengua del insecto lamer sutilmente tu pulgar. La ves bebiendo tu sudor leve. Recuerdas entonces esa obra maestra de la literatura en gallego, de Manuel Rivas, el cuento A lingua das borboletas (La lengua de las mariposas), y cómo magistralmente la llevó al cine José Luis Cerda, con la actuación de Fernando Fernán (maestro) y Manuel Lozano (Moncho). Repasas mentalmente la historia escrita y las escenas cinematográficas. 

De las letras no escapas. Con cuidado, sacas el celular y fotografías a la frágil visitante con la mano izquierda. Deseas compartir la ínfima anécdota con quienes no suben la montaña. Valdrá la pena. Finalmente, el bicho vuela y muestra el dorso, la otra cara de la vida, el anaranjado brillante pletórico de una alegría que canta en el aire el himno de la levedad. Le das las gracias mientras ella y su vuelo se pierden en el bosque.