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Momentos



EVA ADRIANA SOTO FERNIZA

Mamá


Sábado 11 de Mayo de 2019 6:56 am


“UNA zapatilla Adidas,/ una carta de amor de firma ilegible,/ diez macetitas con flores de plástico,/ siete globos de colores,/ un delineador de pestañas,/ un lápiz de labios,/ un guante,/ una gorra,/ una vieja fotografía de Alan Ladd,/ tres tortugas ninjas,/ un libro de cuentos,/ una maraca,/ catorce broches de pelo/ y unos cuantos autitos de juguete, forman parte del botín de una gata que vive en el barrio de Avellaneda y roba en el vecindario. Deslizándose por azoteas y cornisas, ella roba para su hijo, que es paralítico y vive rodeado de esas ofrendas mal habidas”. Eduardo Galeano, La madre.

La maternidad es universal, humana o animal, da vida y lucha por conservarla a costa de lo que sea. Hay madres devotas y algunas que rechazan a los hijos, igual acontece en el reino animal; pero sólo entre los humanos se dan aquellas que confunden el amor ciego con el amor que sabe desprenderse y permitir que los hijos vuelen. La perfección, pues, no existe, dicen que sólo aparece en el ámbito divino, pero alcanza ciertos reflejos en el entorno maternal. Finalmente, todo lo que se vive está bajo su influencia; hombres y mujeres venimos de una madre que, para bien o para mal, en presencia o ausencia, define nuestro existir.

“Me acuerdo de lo suave que era su panza y lo feliz que me sentía cuando me recostaba sobre ella; es algo que no se me olvida”, alguna vez me contó mi mamá sobre la suya, y parece que ese recuerdo se volvió igualmente mío. “A veces se le hacía tarde para hacer la comida por estar leyendo o escribiendo versos”, también llegó a decirme más de una vez mamá. Y luego, la evidencia de aquella confidencia al releer un viejo cuaderno de recetas de cocina con la letra de mi abuelita –hermosa letra– y encontrar entre las sopas y guisados versos encajados. Y cómo olvidar aquella trenza que mamá guardó siempre en su ropero, una trenza de la abuela, de su madre; un pedazo de memoria viva. Me permitía tocarla y pretender que era mía poniéndola sobre mi cabeza, así me di cuenta que había heredado su mismo color de cabello.

Un amor extendido a través de mamá, cuando todavía niña, en nuestros viajes a la Ciudad de México me llevaba a visitar su tumba al Panteón Francés. Caminábamos entre la paz de aquel entorno de ausentes llevándole sus “inmortales”, porque eran las flores que a abuelita le gustaban en vida. Yo la observaba quitar las hojas que cubrían la lápida y trataba de imaginar, lo inimaginable, cómo sería perderla a ella, a mi propia mamá, ¿también estaría alguna vez así, poniéndole flores, y también serían “inmortales”? Llegó, inevitable el día, y me cuesta tanto ir a su encuentro dentro de ese mármol frío. La siento viva dentro de mis días, y sueño sus decires y hasta sus regaños.

Sí, repito sus gestos y algunas costumbres, dicen mis hijos y hasta mi marido. No saben que las madres forman una cadena hecha de fuerza y flaqueza, de grandes defectos y algunas virtudes, de mucho de bueno sin faltar lo malo, pero eso sí, de un amor tan grande que no cabe en el cuerpo, por eso se queda después de que nos vamos. Se quedó en el recuerdo de sus manos, las manos de mamá que todas las noches lavaban los trastes de nuestra cena. “Ya tendrás mucho tiempo para lavar trastes cuando te cases”, me decía cuando le pedía que me dejara hacerlo. No sé por qué, pero después que nos dejó, ya viviendo en mi nueva casa con mi esposo y mis hijos, regresé a la casa de mamá y entré a la cocina… ahí, se vino en cascada todo el sentimiento convertido en lágrimas; ahí apareció en toda su dimensión la pena por su ausencia. Fuiste el alimento de mi cuerpo y de mi alma, mamá.


bigotesdegato@hotmail.com