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De vacaciones



PETRONILO VÁZQUEZ VUELVAS


Viernes 12 de Julio de 2019 7:15 am


DEFINITIVAMENTE eran otros tiempos, pero vale la pena recordarlos para no perder la memoria ni personal ni colectiva. Cuando éramos niños y como alumnos salíamos de clases, nuestros padres de inmediato nos colocaban en los quehaceres del hogar o el campo. No había alternativa, si nos quedábamos en la casa tendríamos que ayudar en los quehaceres propios, a barrer, trapear, a hacer mandados, en fin, hay mucho qué hacer en una casa, sobre todo si tiene una extensión tan grande como lo eran las antiguas casas de corral y trascorral de nuestros antepasados.

Si nos tocaba ir al potrero, la cosa era peor, porque las jornadas eran extenuantes, de 8 de la mañana a 6 de la tarde; nuestros padres no sabían de programas de protección a la infancia, y qué bueno. El trabajo en familia es formativo, ayuda a cimentar el sentido de responsabilidad, de compromiso y resultados. En la Feria de Todos los Santos, al igual que en todas las ferias del país, llega una gran cantidad de niños a cargo de sus padres, ni modo de que los dejen si todo el año el feriero anda por todo el país, llevando sus productos para vender y sacar adelante a su familia.

Así, pues, en cuanto salíamos de la escuela, allá vamos, puestos y dispuestos con nuestros pequeños años, a laborar todo el día en las parcelas de los vecinos de la barriada. Salíamos temprano y el chiquillero se amontonaba en la banqueta del patrón en turno, pasaba una camioneta y allá vamos todos amontonados hasta El Espinal, hacíamos casi 3 cuartos de hora, por las condiciones del callejón, y en cuanto tocábamos tierra, ya nos tenían listo el bote para abonar o el costalillo para sembrar.

Todos nos conocíamos porque aunque había sólo tres escuelas primarias en aquella época, las del rumbo eran la Morelos y Enrique Andrade. Empezábamos nuestra jornada a las 8 de la mañana, si nos tocaba sembrar había que ir atrás del tronco de mulas con nuestro costalillo colgando y arrojando dos bien cuidadas semillas en la fértil tierra para inmediatamente taparlas con nuestro pie, una con el derecho y la siguiente con el izquierdo; no había manera de hacer trampa, porque el mayordomo ya sabía que la cantidad de semilla colocada en el costalillo ajustaba para una cierta cantidad de surcos.

Si nos tocaba abonar, entonces al llegar buscábamos nuestro bote, por lo regular eran botes chileros o baldes viejos; había que arrojar las medidas exactas de abono al pie de la milpa, encorvados, cuidando que no le cayera a la planta porque se quemaría. Por lo regular, a medio surco se colocaba un “vaciadero”, donde llegábamos para abastecernos de sulfato y continuar nuestra encorvada tarea.

Había tan sólo dos descansos, uno era a la hora del almuerzo, por lo regular media hora para engullir opíparamente casi media docena de tortillas con frijoles de la olla y chile jalapeño, si corríamos con suerte nos mandaban una pizca de queso. A mediodía descansábamos 2 horas, desde la 1 a la 3 de la tarde. A la una llegaba el bastimento, por lo regular otra vez frijoles con chicharrón o alguna comida sencilla como el arroz con carne de puerco o el asado. Después de comer, sesteábamos hasta las 3 de la tarde para reanudar la jornada que terminaba a las 6 de la tarde.

Regresábamos a casa a esa hora para llegar a las 7, cenar unos frijoles refritos con canela y proceder a dormir, no sin antes platicar con los amigos en la banqueta de la casa durante un rato que no excediera las 10 de la noche. Al día siguiente, a reanudar nuestra rutina de casi 2 meses, julio y agosto, ya sabíamos que en cuanto escuchábamos el “Amanecer Ranchero” había que pegar el brinco de la cama para empezar un día más. 

Eso era hace muchos años. Hoy, nuestras madres andan buscando los “cursos de verano” para meter al chiquillerío, mientras llega el nuevo ciclo escolar. No cabe duda, definitivamente, eran otros tiempos.