Cargando



La reunión



JULIO IGNACIO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Sábado 13 de Julio de 2019 7:42 am


ERA muy de mañana cuando los invitados y obligados llegaban a la comunidad. Nosotros habíamos dormido en la casita de un comunero amigo, conocido como Migue, se llamaba Miguel. Vimos llegar caminando a todos los miembros del grupo. Nadie tenía carro. Tratarían temas normales, uno era el comportamiento de un joven terco, mal educado, decimos por acá.

Antes de salir el sol serrano, tomamos café. El clima frío de la zona árida lo exigía y nosotros dejábamos que nuestro espíritu rebozara de gozo con el café costeño, el de Pluma Hidalgo, pródigo sitio de cafetales históricos. Un espléndido pan de yema nos ofrecía un bolo alimenticio que rebotaba en nuestros estómagos y quitaba el hambre. Ya almorzaríamos.

La reunión sería a las 12 horas. Mientras, hombres y mujeres a la espera movían sus manos y hábiles dedos tejiendo sombreros de palma. Platicaban y tejían. No perdían el ritmo, eran hábiles tejedores, sabían sus obligaciones, o sea, trabajar y cumplir a su pueblo. Vivían de tejer sombreros, se alimentaban con el producto de su milpa que almacenaban para comer todo el año. A veces cazaban algún animalito para complementar su raquítica dieta.

Al llegar al sitio el líder natural de la zona, todos lo saludaron en su lengua de la mixteca alta. Era un viejo serio, asumiendo su papel de hombre responsable del rumbo de su pueblo. Todos, absolutamente todos, eran muy pobres, pero muy responsables. Por eso tejían en la reunión y al mismo tiempo opinaban, aunque pareciera que no ponían atención a la junta por estar sumidos en su tejido. Siempre me impresionó esa capacidad de escuchar, tejer y opinar, produciendo un ruido como enjambre de abejas.

Nadie vestía traje típico alguno. Usaban ropa de la época, formales con manga larga. Nadie vestía ropa planchada, pocos tenían servicio de energía eléctrica y el carbón era muy escaso como para usar planchas de ese tipo. Bastaba con estar lo más limpio posible y llevar puesto el infalible sombrero sencillo. A veces, nosotros le regalábamos un par de botas de campo a algún amigo, las usaba para ocasiones especiales, no para trabajar en el campo.

Éramos invitados a la reunión. El líder abordó el punto del joven indisciplinado que escuchaba todo, pero no podía opinar hasta que le dieran el uso de la voz. Reglas eran reglas. Resulta que el muchacho vivió en la ciudad y regresó amañado. Ahora, en las juntas se reía de los viejos, diario les falta al respeto. Ahora veía a los suyos y se apenaba. Los primeros seis meses usó tenis urbanos, pero se le acabaron, y se resistía a usar sus huaraches de siempre, pero se los ponía.

Sus propuestas eran impensables. No razonaba, actuaba como la gente que vio en la ciudad, emulaba sus actos. Parecía que se avergonzaba de su condición. Incluso a los viejos les hablaba de tu en las juntas, atacando y perdiendo el orgullo étnico y la veneración de la vida local. Era el desdén y el desorden. 

Los padres de los pocos jóvenes que aún vivían en la comunidad, prohibieron a sus hijos reunirse con él por temor a ser influenciados con malas costumbres que afectaran a la comunidad. Con él jugaban basquetbol, el deporte de las pasiones en esos rumbos, pero no escuchaban sus consejos. Aislarlo era la consigna, hasta que olvidara lo malo.

El líder nos dijo, en lo corto, que ellos heredaron el estilo de vida que durante siglos rigieron a sus predecesores. Ahora no podían ni querían herir la memoria de sus antepasados. Y con los ojos viendo al cielo nos decía que no soportaría el castigo divino por dejar que las costumbres ya no sean normas. Habló como político, pensé. Pero tenía razón.

Fuimos a comer, ahora nosotros invitamos, ellos prepararon los alimentos. Degustamos unos raros y diminutos conejitos silvestres expuestos a las brasas, tronadores. Sólo ajo y sal. Tortillas de maíz nativo, gordas, muy blancas. Claro, el mezcal hizo de las suyas, hasta cantamos en mixteca. Qué banquete.  No supimos más del joven, pero retomamos su disciplina.


nachomardelarosa@gmail.com