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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

¿Tirar y cantar?


Sábado 13 de Julio de 2019 7:45 am


Aunque la caza es un placentero alejamiento temporal de la tensión casi permanente de las urbes, no siempre es un paseo. Ocasiones hay en que puede convertirse en riesgo o, en el peor de los casos, en accidente serio y hasta fatal.

En la práctica cinegética, no todo es coser y cantar, o para decirlo más apropiadamente, no todo es tirar y cantar. 

Hace unas pocas temporadas, mi compadre C. tuvo un percance más o menos leve que, sin embargo, le dejó secuelas prolongadas. Bajaban él y otro compañero de los puestos más elevados de la montaña, luego de pasar casi 24 horas a la espera del venado. No recuerdo si habían cazado o no un ciervo. El caso es que en el descenso, debían pasar por un tramo –uno de varios– de rocas fijas y sueltas. Un pie resbaló y al atorarse entre unas piedras, la luxación sobrevino, si bien todavía pudo caminar y llegar al llano donde habíamos dejado la camioneta.

Tirábamos en un buen cazadero de palomas de alas blancas, cuando A., sentado sobre una piedra a la sombra de un frondoso cascalote, comenzó a manotear sobre su cabeza. Con agilidad de gimnasta –todavía le quedaban reflejos de cuando fue campeón nacional de boxeo– se levantó y caminó de prisa escapando de un ataque de abejas africanizadas que se encontraban ocultas en un hoyo en la tierra, exactamente bajo la roca en que descansaba A.

Se dirigió a donde me encontraba yo, que lo observaba sin entender qué sucedía. De pronto, levantó la escopeta y disparó al aire, sobre su cabeza. Quiso espantar a las abejas. Después nos reiríamos de él diciéndole que había más de cien bichos sobrevolándolo y no le dio a ninguno.

Cuando estuvo a unos metros de mí, entendí lo que sucedía. Con mi gorra intenté espantar a las africanizadas, que comenzaron a atacarme. Corrí como pude. A. diría después que fui un mal amigo al dejarlo solo con las abejas y que aceleré la carrera de tal modo que habría rebasado un venado y pasé sobre un lienzo de alambre mejor que un atleta de salto de altura. Sí corrí, pero no a tanta velocidad. Bueno, casi como cuando era joven y no me alcanzaban ni los acreedores. Lo cierto es que a él le picaron muchas. Duró varios días con dolores y calentura.

J., cazador de hueso colorado, estuvo a punto de caer a un voladero cuando descendía por un paso de roca lisa de apenas un metro de anchura. Por un lado, pared de cerro; por el otro, un voladero de unos 20 metros, por lo menos. Un paso en falso lo hizo resbalar. Cayó sentado sobre la piedra inclinada y se deslizó varios metros. Por fortuna, volvió a tomar la soga que para seguridad hemos colocado en ese paso riesgoso.

Armando, mi hijo, y yo ascendimos, junto con un buen amigo, a una mojotera en lo alto de la montaña. Varias horas de caminata cuesta arriba, con varios tramos de escalada, nos hizo llegar a las cumbres un poco más que cansados, pero esperanzados por los grandes ciervos que habitan las alturas. Al día siguiente, mi hijo tenía ampollas en los pies. Se había puesto calcetines delgados, cuando deben usarse gruesos para evitar las ampollas. No permitió que le colocara vendaje. Se aguantó hasta llegar al vehículo, donde se quitó las botas y recargó los pies sobre el tablero de la camioneta. Así viajó hasta Colima. Para colmo, nos invadieron las güinas.

Dos cazadores descendían de un cerro cargando un venado grande. Un traspié de uno de ellos ocurrió de tal modo que se fracturó el tobillo. Les faltaba mucho para terminar el descenso. Su compañero bajó a pedir ayuda, que llegó al día siguiente, cuando la pierna del accidentado se encontraba muy inflamada. Pasó toda la noche padeciendo la fractura a la intemperie.

Otros ataques de abejas africanizadas han resultado letales. Años atrás, en el Club Cinegético Colimán nos dieron la mala noticia de que un socio había fallecido cuando un enjambre se ensañó con él hasta causarle la muerte. Descanse en paz.

Hace unos años, un cazador y su padre salieron a la cacería de venados. El hijo se apostó en un “espiadero” en lo alto; el padre buscó uno más alejado. Acordaron que a la mañana siguiente se verían en el primer puesto. Más tarde, un disparo se escuchó en el monte. El padre supuso que su hijo habría tirado a un ciervo. En realidad, al subir a su puesto, la escopeta, cargada, cayó y se disparó. El joven murió al desangrarse. Su cuerpo fue rescatado por socorristas. Descanse en paz.

Esa es otra cara de la cinegética. Con relativa frecuencia, los cazadores sufren percances. En ocasiones son leves como las luxaciones, las cortadas, los golpes, las caídas. A veces, resultan graves o fatales.

Sin embargo, quienes portan activos los profundamente humanos genes de la caza, no se desalientan. Toman más precauciones, se vuelven más cautelosos, más cuidadosos de las medidas de seguridad. Saben que un accidente puede ocurrirles en el acto de estar cazando, en el trayecto. Son conscientes de que bichos diversos pueden atacarlos. El riesgo es parte de su actividad. Persisten porque no pueden abandonar la caza, no entenderían la vida sin ella. Y, en todo caso, en la ciudad las probabilidades de un percance son más altas que en el monte.