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Sentido común



PATRICIA SÁNCHEZ ESPINOSA

Justicia sí, simulación no


Lunes 15 de Julio de 2019 7:13 am


EN 2013 se presentó en la Ciudad de México el estudio “Violencia feminicida en México. Características, tendencias y nuevas expresiones en las entidades federativas (1985-2010)”, realizado conjuntamente con la Comisión Especial para el Seguimiento de los Feminicidios (CESF) de la 61ª Legislatura, en colaboración con ONU Mujeres y el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres), con la intención de analizar el fenómeno del feminicidio en México.

En dicha investigación se intenta explicar el origen de la violencia que sufren las mujeres en nuestro país, la cual proviene de la profunda discriminación que existe contra niñas y mujeres, así como la desigualdad de género, y que se caracteriza por tres rasgos: Su invisibilidad, debido a la cultura predominante en las sociedades que considera como asuntos del ámbito privado, la violencia de pareja o entre familiares, así como las violaciones por personas cercanas o conocidas, en el cual no deben inmiscuirse las autoridades. Su normalidad, ya que la cultura patriarcal le permite al hombre ejercer violencia contra las mujeres para “corregir” su comportamiento, cuando éste se sale de las normas de género culturalmente aceptadas o las desafía. Y su impunidad, la cual se deriva de las anteriores, ya que al normalizarse la violencia de pareja como una forma “natural” de corrección de la conducta de las mujeres por los hombres, ésta violencia no es sancionable, lo que convierte la violencia hacia las mujeres en sistemática, e institucional.

Esta visión, compartida todavía por una gran parte de la población, impide ver a las mujeres como personas mayores de edad, con una ciudadanía completa. Si se considera que las mujeres pueden ser corregidas por los hombres –independientemente de si éste es su pareja o su familiar directo más cercano, como su padre, tío o hermano mayor–, se coloca a las mujeres en un nivel inferior a ellos, lo que delega la responsabilidad de su educación a los familiares varones, y justifica su maltrato en caso de que se hiciera necesaria una reprimenda como castigo por su transgresión. Sin embargo, esta “educación” nunca es en beneficio de las mujeres, sino una forma de mantener intacto el honor y honra de los hombres con los cuales están relacionadas.

Decía mi profesor de economía, el fallecido Carlos de Obeso, que para entender algo había que llevarlo al ridículo, por lo que para explicar mi aseveración anterior, me parece oportuno insertar una hilarante anécdota ficticia, un chiste: “Llegando la joven Rosita a su casa a indecentes horas de la madrugada, fue interceptada por su madre, quien la esperaba en vela en la sala. ‘¿Qué horas son éstas de llegar, señorita?’, le reprochó, ‘¿Qué estabas haciendo que llegas tan tarde a tu casa?’. ‘¡Ay, mamá!, estaba conociendo el arte del amor con mi novio, Pedro!’, contestó ella, provocando que a su progenitora le diera un cuasisoponcio. ‘Pero, Rosita, ¿qué has hecho? ¡Acabaste con la honra de la familia!’, le reclamó su mortificada madre. ‘Pues cómo se les ocurre ponerla ahí, mamá’, contestó la rebelde e impertérrita muchacha”.

El cuidado y educación que supuestamente brindan los hombres a las mujeres, en esa concepción cultural de género que los erige como protectores, no es exclusivamente por el amor o responsabilidad que pudieran sentir por las mujeres con las que viven, sino porque existe una connotación de propiedad en esa costumbre, que lleva a las mujeres a la categoría de cosas que pueden ser profanadas por otros hombres, independientemente de la voluntad de ellas –¿pues desde cuándo las cosas tienen voluntad propia?–, lo que convierte al protector en opresor, que para proteger infantiliza a las mujeres y las reprime, ya sea física, psicológica o emocionalmente.

Aunque hemos avanzado mucho en materia de derechos de las mujeres e igualdad, la falta de deconstrucción de las personas ha provocado que la costumbre, transmitida en la educación familiar, política y social de las comunidades, continúe preservado esta relación cultural, que además se vive como valores entendidos entre muchos varones, quienes en lugar de sancionar, mantienen los delitos de violencia contra las mujeres en la impunidad, ya sea porque entienden la necesidad de los otros hombres de “reprender” a “sus” mujeres para “preservar su honra”, o consideran que las mujeres que fueron atacadas en la vía pública se lo merecían por haber salido de la esfera privada a la que pertenecen, por lo que lo sucedido puede servir de ejemplo para las demás. Algunos incluso llegan al extremo de ayudar al amigo que ha golpeado salvajemente a su pareja, para evadir a la justicia, porque al final consideran que lo ocurrido se trata de un asunto privado que debe de resolverse en casa.

Lo anterior lo saco a colación por el reciente escándalo que protagonizó el alcalde de Armería, Salvador Bueno Arceo, quien fue denunciado ante el Ministerio Público por su esposa, por haberla agredido con los puños y la cacha de una pistola. Tras lo ocurrido, el Ayuntamiento de Armería emitió un comunicado oficial donde explicaban que los hechos no se habían dado como los narraban, sino que se derivaron de una discusión “como en muchas veces se suele dar en cualquier discusión de pareja”. El mismo comunicado añadía que el Presidente Municipal había aclarado que “los asuntos y problemas familiares se arreglan en casa y que lo sucedido no trascendió más allá...”.

Además de resaltar la incongruencia de emitir un comunicado oficial, para manifestar que los problemas de pareja se arreglan en casa, misma que fue colgada en la página de Facebook del Ayuntamiento de Armería, se puede percibir un abuso de poder y una inequidad en la relación, al utilizar el Munícipe las herramientas de comunicación del municipio para tratar de desestimar un asunto en donde él mismo es parte.

Por otro lado, es lamentable que tras lo sucedido hayan circulado fotografías de la agredida, así como la orden de protección emitida en contra del Presidente Municipal, violando de esa forma su intimidad y sus derechos como víctima. Ante ello, las autoridades que se vieron involucradas deben de aclarar cómo es que dichas fotografías y documentos llegaron a ser del dominio público.

Colima es un estado en donde existen cinco municipios en los cuales se ha declarado la Alerta de Violencia de Género, y aunque Armería no es uno de ellos, la violencia contra las mujeres no es una situación que escape a sus límites territoriales. Es inconcebible que un funcionario público constitucionalmente electo se comporte de esta forma, violentando la integridad física de una mujer, independientemente de si lleva con ella una relación o no, y después intente invisibilizar el acto valiéndose de los recursos públicos del Ayuntamiento, y naturalizando la violencia contra las mujeres, para poder mantenerse en la impunidad.

Las autoridades de Colima están obligadas a brindar la máxima protección a la víctima, y a investigar hasta las últimas consecuencias este acto, más aún considerando que hubo un arma involucrada que pudo haber puesto en peligro la vida de la víctima, misma que habría que ver si no es de uso exclusivo del Ejército, y tiene los permisos correspondientes. De haber un delito que perseguir, el poder que actualmente ejerce el funcionario no debería de ser impedimento para que se le vincule a proceso, llevándose a cabo los procesos legales correspondientes.

La lucha por el acceso de las mujeres a sus Derechos Humanos, no debe de ser interrumpida por la posición política o de poder del agresor, de lo contrario no estaríamos hablando de un compromiso auténtico de las autoridades del estado, sino de una simulación peligrosa que puede costarnos más vidas.