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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Heredero


Sábado 27 de Julio de 2019 7:40 am


LAS dos subespecies de venado de cola blanca que habitan Colima, son de talla mediana. También hay unos pocos venados grandes. De vez en vez, alguien encuentra uno extraordinario. Ninguno iguala en tamaño a los buras del desierto de Sonora o los texanos del noreste.

Por eso no le creíamos al Charras cuando comenzó a platicarnos la historia del gigante que hollaba los faldones serranos más elevados, en los bosques de encino, donde la bestia se paseaba alzado, seguro de sí mismo ahuyentando a otros ciervos machos, dueño de su amplio harem en tiempo de la berrea y enfrentando triunfante a pumas y jaguares que se atrevían a atacarlo.

-Encontré un puma atravesado del cuello, agonizando. Las astas del venado lo degollaron. Todavía se desangraba. Las huellas enormes del ciervo alrededor. El gato tenía empitonadas las costillas y el vientre de fuera- narraba Charras con seriedad hierática, apelación de credibilidad.

De pelaje negro oscuro, brillante, bien pegado al cuerpo, no oliváceo como el de los venados nativos, el bicho aquél. De metro y medio la alzada, con sólo dos astas, digamos que aleznillo, como el común de estas sierras. Pero la base de las leznas era ancha, redondeada, casi lisa, no rugosa y áspera como la de cualquier cola blanca. Crecidas a modo de conos curvos, brillantes, una daga por punta, las astas. El cuello ancho, fuerte, seguido de un morrillo leve de donde partía un cuerpo largo. Patas cortas. Y si bien conservaba la pezuña bipartita de los ungulados, semejaban un casco grande, redondeado, como las reses.

-Puede que no me crean- advirtió Charras. Y siguió de largo, sin esperar nuestra declaración de fe. Mis amigos se volteaban a ver entre sí, con una sonrisita tan leve como irónica, esa con que se premia a los mentirosos inofensivos. -Y aunque no me crean, el venado existe. Y también sé por qué vive, como, bebe y preña ciervas. Sé de dónde viene-.

Charras era dueño, mayoral y mozo único de los restos de la hacienda que fue de su bisabuelo, a quien la revolución le había quitado tierras, animales, riquezas y esperanza hasta sumergirlo en las oscuras hondonadas de la tristeza indeleble hasta su muerte. En los surcos del espíritu, le sembró el desencanto por la vida. Le dejaron una porción de su antigua propiedad. Los únicos animales que no se llevaron los revolucionarios, fue una manada de toros de lidia que en tiempos de bonanza y esplendor de la finca, el bisabuelo había traído de Sevilla, del mismísimo cortijo de don Eduardo Miura, 12 vacas y dos sementales, uno de ellos indultado en La Maestranza por un matador cuyo nombre no recordaba y que murió desangrado en el albero de una plaza de pueblo el domingo siguiente, cuando aún borracho de gloria se arrimó demasiado a un toro que no pasaba. Conservaba fotos en sepia de aquellos bureles y los papeles que las implacables llamas del incendio de la revolución pasaron por alto. -Las guardo en un veliz de cuero. Se las muestro cuando quieran- dijo para convencernos de que no mentía.

El bisabuelo mismo viajó a Sevilla. Como Colón, envió los toros desde el puerto de Palos, en Cádiz, a Veracruz. De ahí los montó en tren a la estación de Buenavista, en la Ciudad de México, de donde partieron a Colima. Fue el primer embarque de animales del ferrocarril colimense que hacía poco había inaugurado Porfirio Díaz. Hasta ahí, el traslado fue sin contratiempos. Lo difícil fue llevarlos de la estación de los Llanos de Santa Juana a la Hacienda de los Fulgores -así se llamaba-. Al cuidado de los astados venía un mayoral y dos mozos que trabajaban con don Eduardo Miura, con gastos pagados y un premio extra si el hato llegaba sano y salvo como llegó.

-La verdad no sé cómo los arrearon hasta la hacienda. El caso es que llegaron bien. Y en cuanto los juntaron con el desabrido ganado manso, destriparon a tres machos criollos inermes sin que el mayoral y los mozos de la hacienda pudieran evitarlo. Hubo fiesta ese día. Mi bisabuelo contrató unos músicos gitanos que pasaban por Colima, donde les llamamos húngaros. Flamenco y mariachi (sin trompetas), bailes, asaron un toro de los atacados, y se bebió mezcal y tinto. Y dos o tres muchachas prendadas de aquellos mozos que tenían pinta de toreros que a ellas les llamaban gachís, para refrendar la lengua de su sangre romaní. Se fueron a los pocos días-.

Según avanzaba, la historia de Charras nos imponía seriedad y ganaba atención.

-Del sueño de mi bisabuelo de fundar una dehesa brava en Colima, se encargaron de despertarlo las balas de la Revolución, los incendios del rencor y el huracán de los odios soliviantados-, contó sin seña de resentimiento.

-De aquellos toros, que venían de la misma casta de que nacería mucho tiempo después Islero, el burel que mató a Manolete e hizo llorar esa tarde aciaga a la mitad del mundo, no quedó sino un descendiente que conocí antes de remontarse a la sierra para siempre. Le puse Ermitaño. Allá, en la altura y el frío, lo vi montar a una venada de cola blanca y correr aterrorizados a los machos que la seguían. La encontré meses más tarde pariendo dos crías. Sobrevivió sólo una. A la otra se la tragaron los coyotes.

Ese es el venado toro de que les platico. Se llama Heredero. Una sombra, espectro sigiloso, grande, fuerte, bravo, noble, que se puede arrancar si lo acorralan. 

-Si lo ven, sólo les pido que no le disparen, porque puede que porte el alma de mi bisabuelo y sea la última imagen de sus sueños perdidos. O tal vez sea yo mismo en un tiempo adelantado.- dijo Charras, y empinó el mezcal de humo de la botella para que las lágrimas que se le amontonaban en la garganta corrieran adentro, no por los ojos.

Ahora estábamos serios. Los ruidos de la noche parecían dar palmas que se llevó el viento de la nostalgia rumbo a lo alto de la sierra a donde ascendí muchas veces los años siguientes. Nunca encontré a Heredero.