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ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Islas


Sábado 24 de Agosto de 2019 7:10 am


EN el ridículo del berrinche quedó Donald Trump cuando una tajante Dinamarca le dijo la semana que hoy se termina que Groenlandia, la segunda ínsula más grande del planeta, no está en venta. El extravagante gringo había anunciado que compraría la enorme isla del hemisferio norte, como si los dólares fueran el único factor para alcanzar deseos, concretar intenciones o satisfacer ocurrencias. Ignora que Dios no cumple caprichos ni endereza jorobados. “Algo está podrido en Washington”, pudo asertar Dinamarca, parafraseando a Shakespeare.

Tierra de salvamento de navegantes perdidos, fortalezas de guerras marinas, paraísos de arcaicas formas de vida, territorios de tragedias, guaridas de piratas, prisiones de reos peligrosos, último sitio de libertad de prófugos, han sido las islas punto de fascinación de los humanos.

Isla de la Pasión se llama el atolón de apenas 6 kilómetros cuadrados, objeto de disputas de posesión entre México, Francia y Estados Unidos. El Vaticano, por orden papal, la cedió, como si fuera suya, a Francia. Tras la Independencia, en 1821, México reclamó la propiedad por heredarla de España. Pese a los alegatos imperiales y desafiando a potencias, Porfirio Díaz se posesionó el pequeño territorio a 1,300 kilómetros de la costa mexicana. Ordenó construir un faro, envió un regimiento de 100 soldados, mujeres y niños mexicanos se asentaron ahí. Cada mes, un barco de la marina nacional llevaba agua potable y provisiones. El estallido de la revolución interrumpió el abastecimiento y aquellas desafortunadas gentes fueron dejadas a su suerte. Una novela de Laura Restrepo, una película y numerosos documentales narran aquella tragedia.

También hay islas imaginarias. La más famosa es, acaso, la ínsula Barataria. En El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, el caballero de la triste figura promete a su escudero, Sancho Panza, hacerlo gobernador de la ínsula Barataria, que no existe sino en la imaginación del manchego y en la ingenuidad ilusa del rústico mozo de armas, que ve en la ocasión una oportunidad de convertirse en persona importante.

Una finca generosa es confundida con Barataria, la amabilidad de los anfitriones tomada por natural tributo al ficticio gobernador hasta que los equívocos se terminan y ambos vuelven a la realidad, con un dejo de decepción. Barataria es anhelo y destino de las banalidades humanas y detonante de la futileza de la gobernanza.

Así comienza el capítulo XLII, segunda parte, de la novela de Cervantes:

“CON el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida quedaron tan contentos los Duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras, y así, habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el Duque a Sancho que se adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo: -Después que bajé del cielo y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador, porque ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que a mi parecer no había más en toda la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo. -Mirad, amigo Sancho- respondió el Duque: yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a sólo Dios están reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada y sobremanera fértil y abundosa, donde, si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra granjear las del Cielo. -Ahora bien-respondió Sancho, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador que a pesar de bellacos me vaya al Cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador”.

María Madre, la más grande del archipiélago, territorio mexicano, fue prisión desde 1905 hasta este año, cuando en febrero el presidente Andrés Manuel López Obrador decretó convertirla en centro cultural y ambiental. Era la cárcel mejor calificada del país. Quién sabe si se concretará la intención.

Sobre esa penitenciaría, José Revueltas escribió una novela magnífica: Los muros de agua (Editorial Era). Creada por el gobierno de Porfirio Díaz, la prisión es un manantial de historias, leyendas y atrocidades, que en las décadas recientes habían desaparecido ya.

Del sustantivo isla, proviene el nombre de un toro célebre, Islero, un Miura de casi 500 kilos, negro entreperlado, bragado, que el 28 de agosto -en cuatro días se cumplirán 72 años- mató a Manuel Rodríguez, Manolete, el diestro que fundó el toreo moderno. Cientos de matadores han pisado desde entonces los alberos del mundo y ninguno, hasta ahora, ha sido mejor que aquel espada que hostigado en España, planeaba, muy joven aún, torear en México antes de retirarse. Islero lo impidió.