Cargando



Sabbath



ARMANDO MARTÍNEZ DE LA ROSA

Los equivocados


Sábado 31 de Agosto de 2019 1:58 pm


LA anatomía del toro de lidia está diseñada para embestir con tal velocidad y fuerza, que no hay sobre la tierra un animal que lo iguale en esa combinación. Voluminosa masa de músculos en el cuello, al impulso de patas fuertes en la carrera, el empuje se concentra en las astas: los pitones son armas de muerte. Lo saben los toreros.

Esta semana, el día 28, se cumplieron 72 años del fallecimiento de Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, Manolete, herido de muerte por Islero, un Miura de 495 kilos. Cuando en el albero de la plaza de Linares, el torero entró a matar y cuando el estoque había penetrado hasta casi la cruceta, el burel hizo un derrote y lo prendió con el pitón derecho, el del lado del diestro fundador del toreo moderno mediante, entre otros elementos, lidiar por el pitón contrario, yendo contra el uso en la tauromaquia de su tiempo. Precedido por Juan Belmonte, que esbozó la revolución taurina, Manolete la culminaría.

En los planes de Manuel Rodríguez estaba migrar a México, torear unas temporadas y retirarse. Una campaña de prensa lo hostigaba en España. La inquina provenía de empresarios y apoderados de otros toreros, a quienes opacaba. Se metieron hasta con su vida privada. En los tendidos, grupos trataban de reventarlo a silbatinas, cantando que toreaba ratones. Un periodista de opiniones de ocasión, relacionado familiarmente con criadores de ganado bravo, lo acusaba de afeitar los bureles y de escogerlos. Era cierto. Y no sólo él lo hacía, sino todos sus contemporáneos y desde mucho tiempo atrás fue una práctica común. Una razón: la protección del torero hasta donde sea posible. Afeitados o no, los toros matan. Islero lo probaría esa tarde aciaga.

Cuentan que alguien cercano a él, quizá un subalterno, le recomendó estoquear por el pitón izquierdo. Entró por el derecho, a volapié. Lo prendió, lo alzó y le destrozó la femoral y varias venas. En la enfermería de la plaza, le pararon la hemorragia. Según algunos, hubo otro factor: Una transfusión de plasma sanguíneo de los sobrantes de la guerra civil en mal estado. No se sabe a ciencia cierta ni se sabrá jamás. Lo verdadero es que Manolete entró a matar por el pitón equivocado. 

Él implantó el estilo de quedarse quieto, como efigie de siglos, al pase del toro. Inmóvil, a centímetros de la bestia, sintiendo el aire, mirando los ojos del animal, y ligando pase tras pase hasta dominarlo. Nadie como él lo hizo antes, mezcla indisoluble de valor y estética, lo mismo con el capote que con la muleta.

Noticia mundial, cimbró a toda España. Moría el matador y nacía, para siempre, una leyenda sin igual en la tauromaquia. Casi tres cuartos de siglo después, perdura.

Si a veces el torero se equivoca, ocasiones hay en que también el toro. Nacido en una familia pobre, de padre novillero administrador de un rastro, Francisco Rivera Pérez Paquirri, pasaría al Olimpo de los inolvidables por la mixtura, como Manolete, de valor y plasticidad de su lidia. Y por la terrible cornada -“destructora tremenda”, la calificaría el doctor Ramón Vilas- de Avispado, de la divisa de Sayalero y Brandés. Venas iliaca y safena y la arteria femoral dañadas. Instante fatal, el derrote del burel desdeña el capote y vira al cuerpo de Paquirri. ¿Por qué? Nadie lo podría explicar. 

Mala enfermería en la plaza y tardanza en el traslado a un buen hospital, murió cuando lo llevaban en una ambulancia rudimentaria por una carretera en mal estado entonces.

Esa tarde, casi noche, Paquirri lidiaba en la plaza de Pozoblanco, en Córdoba. Según su amigo, el doctor Ramón Vilas, cirujano jefe de la plaza de La Maestranza, de Sevilla, en esas condiciones clínicas poco se podía hacer. Paquirri conocía mucho de medicina taurina, porque con frecuencia preguntaba a Vilas. Por eso le dijo al médico del ruedo de Pozoblanco, Eliseo Morán, la tarde del 26 de septiembre de 1984: “Doctor, yo quiero hablar con usted o no me voy a quedar tranquilo. La cornada es fuerte. Tiene al menos dos trayectorias, una para acá y otra para allá. Abra todo lo que tenga que abrir, lo demás está en sus manos. Y tranquilo, doctor”.

Vilas se lo dijo a Jesús Quintero, de Canal Sur, de Andalucía: La cornada no duele al momento. Se siente como una quemada. Pero puede ser de una “destrucción tremenda”. El torero siente la entrada del pitón y sabe a dónde ha llegado. Quintero le pregunta al médico que ha atendido a unos mil toreros por cornadas -sólo dos fallecidos- si los diestros están hechos “de otra pasta”. Son iguales, responde Vilas, los mismos músculos, los mismos huesos. Lo diferente es el sentimiento, “totalmente diferente”, que debe tenerse para plantarse ante una bestia de 500 kilos, que intentará prender al torero. 

Sin ese sentimiento, nadie puede lidiar un burel. Es verdad. El Juli lo ha dicho como fluyendo: Más allá del dinero y la fama, toreando digo lo que soy, lo que siento. Y Alejandro Talavante: Merece la pena (jugarse la vida frente al toro) “sólo por ser feliz” y “la mejor forma de entregarte (en la lidia) es ignorando tu conservación”. O “más que vivir para esto, vivir para ti”, “ser egoísta y disfrutarte tú”.

Quien no entienda ese sentimiento esencial de un torero [“por eso Manolete es tan grande”, dice Talavante], jamás se plantaría ante un astado capaz de matar al mejor de los diestros.

Aun así, un torero ama la vida: “No te diré que me gustaría morir por la faena soñada, pero cuando la rozas, te quieres morir” y sales por la puerta grande, responde Talavante a Quintero.